A principios de los 90, el término “coche deportivo” significaba algo muy distinto a lo que significa hoy. Por aquel entonces, la conexión entre el conductor y la máquina era directa, sin filtros. Pura. Tampoco había pantallas, ni ayudas electrónicas que interfirieran entre tus manos y las ruedas, y era el conductor el que tenía que estar a la altura del coche, no al revés. Los deportivos eran ruidosos, incómodos y, en ocasiones, hasta peligrosos, pero también eran auténticos. Te exigían compromiso y te devolvían sensaciones. Los deportivos siguen siendo apasionantes, sí, pero la ruta que han seguido se aleja de las carreteras llenas de curvas.
El alma de los 90: peso ligero, motores rabiosos y nada de filtros
Los años 90 representan el último gran momento dorado del automóvil deportivo para muchos puristas. Esa década parió coches como el Honda NSX, el Porsche 911 (964 o 993), el Mazda RX-7 FD o el Ferrari F355 que marcaron esa época. Todos ellos compartían una receta común: motores con carácter (atmosféricos o turbo), pesos contenidos y una puesta a punto orientada al disfrute más que al cronómetro. En esa década, lo importante era el equilibrio, la pasión, no las cifras en una hoja técnica.
El tacto de una dirección sin asistencia, el cambio manual con recorridos duros, pero precisos, la suspensión firme que transmitía cada bache… todo contribuía a esa conexión entre coche y piloto. Eran coches que te hacían mejor conductor a base de exigencia, y aunque podían fallar o quedarse cortos frente a deportivos más potentes, tenían personalidad. Iban de frente. Solamente eran rápidos si tú eras rápido.
Además, eran más pequeños. Un MX-5 de primera generación cabe hoy dentro del capó de muchos SUV actuales, y esa compacidad no solo ayudaba al peso, también aportaba agilidad. En aquellos maravillosos 90, los sistemas electrónicos brillaban por su ausencia y la receta era sencilla: si querías que el coche fuera divertido, tenía que ser ligero y noble.

El resultado eran coches que hoy siguen emocionando a los que los prueban. No porque sean rápidos, sino porque te cuentan todo lo que pasa bajo las ruedas. Esa sensación es difícil de encontrar ya.
Llegan los 2000: los deportivos se civilizan, pero no pierden el rumbo
La década de los 2000 trajo consigo una revolución silenciosa. Los fabricantes empezaron a integrar ayudas electrónicas, ABS más sofisticados, controles de tracción y estabilidad… pero aún no eran intrusivos. Seguían siendo coches diseñados para disfrutar de la conducción, pero con un poco más de margen para el error del primerizo.
Aquí comenzaron a aparecer deportivos más potentes y pesados. Los Ferrari 360 y 430, el Nissan 350Z, el Audi TT de primera generación, o incluso el BMW M3 E46 combinaban ya más refinamiento con un nivel de sensaciones todavía alto. El turbo, de momento, seguía siendo cosa de bestias pardas como el 911 Turbo o el Subaru Impreza WRX porque la mayoría seguía confiando en la respuesta directa de un atmosférico bien afinado.
La gran ventaja de estos años fue que el deportivo se volvió algo más accesible. No necesariamente por precio, sino porque ya no te exigía ser piloto para disfrutarlo. Un Cayman S o un Z4 M podían darte sensaciones muy parecidas a las de un coche de los 90, pero con un interior más habitable y una electrónica que te salvaba si te pasabas de optimista a la salida de una curva.

Eso sí, empezaron las concesiones. Las normativas de emisiones y seguridad empezaron a presionar a los fabricantes para diseñar coches más grandes, más altos y más pesados, y aunque el rendimiento seguía subiendo, algo del alma original empezó a perderse por el camino.
Los años 2010: el turbo toma el control y la electrónica marca el ritmo
La siguiente década, la de los 2010, cambió las reglas del juego completamente. El turbo se convirtió en el rey. Ya no era una opción: era una necesidad para cumplir con las normativas. Ni siquiera se montaba para ganar potencia, sino para compensar la que se perdía por el downsizing. El resultado fue una avalancha de deportivos con cifras de potencia espectaculares cuando el turbo se usaba como se debía y un carácter más homogéneo.
Los motores perdieron algo de personalidad. El sonido ya no era tan directo. La respuesta al acelerador empezó a depender de mapas de inyección y retardos del turbo y la experiencia de conducción empezó a medirse en tiempos por vuelta, más que en sonrisas por kilómetro. Aun así, salieron joyas. El Porsche Cayman GT4, el Alpine A110 o el Honda Civic Type R mantuvieron viva la llama. Incluso en lo más alto, bestias como el Ferrari 458 Italia o el McLaren 600LT demostraron que todavía se podía combinar tecnología y emoción.
El gran cambio de esta etapa fue la electrónica. No solo como ayuda, sino como parte fundamental del coche. Dirección eléctrica, suspensiones adaptativas, modos de conducción, cajas de cambio de doble embrague… Todo más rápido, más eficiente, más perfecto y a la vez, más distante que la pareja cuando os quedan dos telediarios.

Pisar a fondo un M2 Competition es una experiencia brutal, sí, pero si te preguntas quién lleva la batuta, muchas veces la respuesta no eres tú. El coche interpreta, corrige, filtra. Te deja jugar, pero siempre con red de seguridad. Para algunos, eso es un alivio. Para otros, una traición.
2020 hasta hoy: ¿emocionan los deportivos del futuro?
Llegamos al presente, y la pregunta es inevitable: ¿siguen siendo los deportivos tan emocionantes como antes? La respuesta no es sencilla. Por un lado, los avances técnicos permiten cosas impensables hace 30 años. Un GR Yaris es capaz de humillar en tramos de montaña a muchos coupés de pedigree. Un Tesla Model S Plaid acelera como un avión de combate. Un 911 GT3 te da vueltas a la cabeza (y al circuito) con una precisión quirúrgica.
Pero la emoción es otra cosa. Es más subjetiva, y es ahí donde algunos deportivos modernos patinan, porque aunque son increíblemente rápidos y eficaces, a veces no transmiten nada. El sonido artificial, las sensaciones filtradas, el tamaño exagerado y la ausencia de cambio manual hacen que muchos se sientan más como naves que como coches. Se pierde la intimidad, la sensación de ir al volante de algo vivo.
Afortunadamente, hay una resistencia estoica por algunas marcas. Alpine, Toyota o Porsche siguen sacando modelos pensados para el conductor, e incluso Mazda se mantiene fiel a su filosofía con el MX-5. El coche deportivo sigue vivo, pero ahora es más selecto, menos accesible, aunque las emociones están volviendo.

El futuro pinta eléctrico, y eso cambia las reglas otra vez. La inmediatez del par motor, la ausencia de ruido, el peso extra de las baterías… todo exige replantear qué significa “diversión” al volante. Quizá tengamos que desaprender lo aprendido, o quizá, como ya ocurrió antes, simplemente habrá que adaptarse. Desde luego hay modelos prometedores, como el MG Cyberster del que ya os hablamos en una ocasión.
Lo que está claro es que la evolución de los coches deportivos no ha sido lineal. Han ganado en eficiencia, seguridad y prestaciones, pero también han dejado atrás parte de su esencia. Ahí está el reto: en hacer que la tecnología no mate la tradición, sino que la potencie. Que el conductor vuelva a sentir que está al mando y que un deportivo no se defina solo por lo que corre, sino por lo que emociona a sus conductores.
Jose Manuel Miana
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