Desde comienzos del siglo XX la idea de un “coche volador” ha sido sinónimo de futurismo. De hecho, su sola mención evoca a todo un conglomerado de imágenes relativas a la ciencia ficción donde hay cabida tanto para utopías tecnocráticas como distopías al estilo Blade Runner. Así las cosas, pensar en este tipo de vehículo tomándoselo realmente en serio resulta, al menos, especialmente complejo incluso para las mentes más abiertas.
Sin embargo, lo cierto es que podemos encontrar ejemplos relativos a esta solución de movilidad a lo largo de casi toda la historia automovilística. De hecho, nombres tan respetables como el de Henri Ford pensaron ella serenamente, sopesando la posibilidad de situarla al menos al mismo nivel que el automovilismo de masas. En este sentido, debemos recordar cómo la Ford Motor Company entró al mundo de la aeronáutica en 1924.
Algo completamente normal para un fabricante de motores -de hecho Ford tuvo un papel esencial para comprender el componente aéreo durante la Segunda Guerra Mundial- aunque, en verdad, es muy poco conocido el que iba a ser su proyecto estrella. Ni más ni menos que el Flivver. Un pequeño avión unipersonal con el cual Henry Ford esperaba repetir en los aires el éxito protagonizado por su Model T en la tierra.
Y es que, aunque parezca asombroso, sus planes pasaban por la comercialización masiva del mismo como una solución perfecta para los desplazamientos de medio alcance. En fin, en tiempos iniciáticos la imaginación -y la expectativa de futuro- siempre se desborda. No obstante, aunque proyectos como éste quedaron en el tintero -al igual que todos y cada uno de los “coches voladores” diseñados en paralelo- la idea de poder aunar en una sola el volar junto al rodar por carretera no abandonó a la ingeniería estadounidense.
La idea de un “coche volador” siempre ha estado unida a un futurismo desmedido lleno de optimismo. De todos modos, incluso empresas como Ford pensaron seriamente en la aviación como una fórmula creíble para la movilidad personal
De esta manera, y coincidiendo con el auge de la aviación justo después de la Segunda Guerra Mundial, la compañía aeronáutica Convair pergeñó el proyecto de un “coche volador” capaz de servirse a un precio relativamente popular. Porque sí, detrás de aquel proyecto estaba la visión de una movilidad personal donde la carretera se combinara con los cielos con total normalidad. Debido a ello, en 1946 presentó su primera intentona bajo el nombre de Convair 116.
Propulsado por un motor en posición trasera con 26 CV, a su carrocería se le podían incorporar las alas para surcar los cielos. Eso sí, en la estructura de las mismas iba acoplado un motor de tractor con hasta 90 CV para poder mover así la hélice con plenas garantías. Con todo ello, el 116 era un diseño versátil donde con unos pocos ajustes se podía pasar de un tipo de vehículo a otro. Sin embargo, todo aquello era tan incómodo y poco adecuado a las vías públicas que, obviamente, no tuvo recorrido comercial alguno a pesar de haber conocido incluso un prototipo más refinado llamado 118.
Y eso, claro está, por no hablar de una manifiesta inseguridad pues una cosa es manejar un microcoche y otra bien distinta echarse a volar. Es más, durante sus pruebas uno de los pilotos del Convair 116 falleció en un accidente fatal. Sin duda uno de los motivos para entender cómo, en la misma forma y manera que el Flivver años antes -también con uno de sus probadores muerto en el proceso- este “coche volador” acabó su vida antes de llegar a la producción en serie.
Miguel Sánchez
Todo vehículo tiene al menos dos vidas. Así, normalmente pensamos en aquella donde disfrutamos de sus cualidades. Aquella en la que nos hace felices o nos sirve fielmente para un simple propósito práctico. Sin embargo, antes ha habido toda una fase de diseño en la que la ingeniería y la planificación financiera se han conjugado para hacerlo posible. Como redactor, es ésta la fase que analizo. Porque sólo podemos disfrutar completamente de algo comprendiendo de dónde proviene.COMENTARIOS