Durante años se nos ha vendido la idea de que el coche eléctrico iba a ser la panacea que resolvería de un plumazo todos los males de la automoción: emisiones cero, cero ruido y cero quebraderos de cabeza medioambientales. Sin embargo, la realidad es más compleja, y haríamos bien al preguntarnos si no estamos cayendo en un entusiasmo desmedido que oculta limitaciones y costes que apenas se han debatido. Algunos fabricantes, entre ellos Toyota, llevan tiempo avisando de que “el viaje hacia la neutralidad de carbono no será solo eléctrico, será ecléctico”, y recalcan que en la carretera tienen cabida híbridos, combustibles sintéticos o incluso pilas de hidrógeno junto a la electricidad.
Para empezar, ese discurso de “cero emisiones” ignora la huella que deja fabricar las baterías: extraer y refinar litio, cobalto o níquel requiere ingentes cantidades de agua y energía, y a menudo provoca impactos medioambientales y sociales en las regiones mineras. Al mismo tiempo, si el kilovatio hora con el que cargamos nuestro coche procede de una central de carbón o gas, gran parte de la supuesta limpieza se esfuma antes de salir del poste de recarga. Varios análisis de ciclo de vida coinciden en que hay que recorrer decenas de miles de kilómetros (y en ocasiones más de una década de uso) para que el balance ecológico de un eléctrico supere al de un híbrido eficiente o a un diésel moderno.
Además, aquí en España la edad media del parque supera los trece años, lo que plantea un dilema: ¿tiene sentido retirar de golpe esos coches, aún funcionales, para sustituirlos por eléctricos nuevos? Fabricar decenas de miles de unidades de una sola tacada puede generar más emisiones que las que se ahorran al ponerlos en circulación. Y ni hablemos de la obsolescencia programada: si cada dos o tres años aparece una batería más eficiente, ¿qué ocurre con los anteriores? ¿Acaban retozando en vertederos especializados o reciclando apenas un tercio de sus materiales?
En definitiva, el coche eléctrico deja de ser un milagro ecológico cuando analizamos su ciclo completo de vida; se convierte en un reto logístico, económico y social que exige repensar las cadenas de suministro, la generación eléctrica y la propia filosofía de consumo antes de dar por buena una fórmula única.

Limitaciones prácticas que apenas se mencionan
La autonomía cobra una relevancia extrema si salimos del perímetro urbano: aunque muchos modelos prometen 300 o 400 kilómetros, en condiciones reales de conducción (aire acondicionado, posible frío o calor, curvas o autovía) esa cifra baja y obliga a planificar cada viaje como si fuera una expedición. En un coche de combustión basta con parar cinco minutos en cualquier gasolinera; con un eléctrico, hasta el cargador rápido puede tardar veinte o treinta minutos en recuperar el 80 % de la batería, y los puntos de recarga más potentes no están repartidos homogéneamente.
A la dispersión geográfica de estaciones se suma la maraña de protocolos y tarjetas. Cada red tiene su aplicación, su tarjeta de crédito virtual o su pasarela de pago, y no es raro encontrarse con cargadores que funcionan mal, que están averiados o que cobran precios abusivos sin transparencia. Todo eso significa frustración y “ansiedad por la autonomía” (esa sensación de tener que vigilar el indicador de batería), algo que en un térmico no existe: donde hay un surtidor, hay vida.
Por no hablar del coste de recarga en el caso de no disponer de punto propio en el garaje. El precio doméstico del kWh puede estar a 0,20 €, pero el del cargador público rápido puede rozar o superar los 0,60 €. Eso cambia por completo la ecuación de ahorro que tanto se pregona. Y cuando sumas mantenimiento de baterías (con reemplazos que rondan los 6 000–10 000 € tras varios años de uso intenso), te encuentras con que el coste total de propiedad puede quedar muy cerca del de un coche de combustión a la larga.
En definitiva, el coche eléctrico funciona bien para un perfil muy determinado de usuario: quien vive en ciudad, tiene plaza de garaje con toma de corriente, recorre menos de 50 km al día y puede permitirse un desembolso inicial elevado. Para el resto, se queda corto en practicidad y encarece la experiencia.

Un lujo que excluye a las clases menos favorecidas
Resulta llamativo que en pleno debate sobre movilidad sostenible apenas se hable de quién puede acceder a un eléctrico. En España, la mayor parte de los conductores no pueden permitirse gastarse 30 000 o 40 000 € en un coche, ni siquiera con las ayudas del Plan MOVES. Además esas ayudas suelen exigir adelantar el dinero, dar de baja un coche con más de siete años y contar con plaza de garaje, unos requisitos que dejan fuera a muchos trabajadores, familias con sueldos modestos y residentes en bloques antiguos.
Si los eléctricos nuevos son caros y se renuevan cada pocos años, el mercado de segunda mano apenas cubre esa demanda. La depreciación es del orden del 50 % en tres años, con lo que un modelo con batería de únicamente tres o cuatro años puede costar casi tanto que uno de combustión. Además, el reemplazo de baterías viejas resulta prohibitivo, lo que condena al vehículo a un impasse técnico o económico salvo que su usuario disponga de recursos extra.
El resultado es que el coche eléctrico acaba siendo un “electrodoméstico con ruedas” del que es más rentable prescindir en cuanto aparece una versión nueva con mayor autonomía. Esa lógica de “comprar, usar y tirar” multiplica el consumo de materias primas y empeora el balance ecológico que se pretendía defender, porque cada renovación masiva supone nuevas extracciones y más energía invertida.
Lo peor es que ese modelo de consumo rápido deja fuera a las clases bajas y medias que no pueden permitirse un lujo tan costoso ni afrontar el gasto periódico. Mientras tanto, la movilidad sostenible se convierte en un privilegio, no en un derecho, y amplía la brecha social en lugar de reducirla.

Un futuro realmente ecléctico y sostenible
Que nadie se equivoque: la electrificación tiene mucho sentido y aporta beneficios, pero no es la única vía. Como advierte Toyota, “el futuro será ecléctico, no eléctrico”, y eso significa combinar tecnologías según contexto y necesidades. Los híbridos siguen evolucionando, los combustibles sintéticos y el biogás pueden ayudar en flotas y transportes pesados, y el hidrógeno es prometedor para aplicaciones donde la carga rápida es vital.
Para que ese enfoque funcione, hacen falta redes eléctricas renovables al 100 %, estándares de baterías comunes y un impulso decidido a la economía circular: reparaciones, sustitución de módulos en lugar de baterías completas, reciclaje avanzado de materiales y diseño para la durabilidad. Solo así reduciremos realmente emisiones y evitaremos que el coche se convierta en otro dispositivo desechable.
También es imprescindible un sistema de ayudas y normativas que tenga en cuenta la realidad social: subvenciones directas para la instalación de puntos de recarga comunitarios, incentivos a la compra de híbridos eficientes o usados de bajo consumo, y planes de renovación que no obliguen a la chatarra masiva de vehículos aún útiles.
En definitiva, la movilidad del futuro debe ser variada y adaptada a cada usuario, no un dogma único. Solo con un enfoque ecléctico, pragmático y socialmente justo lograremos una transición verdaderamente sostenible, que no deje a nadie atrás ni convierta el transporte en un lujo reservado a unos pocos.
Jose Manuel Miana
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