¿Qué se hacía en la década de los 90, concretamente en 1999, cuándo querías un coche grande para toda la familia? Pues te comprabas algo como el Renault Mégane Break 1.9 dTi, porque era lo más lógico, porque tenía un maletero grande y aprovechable –485 litros– y tenía un precio muy competitivo de 2.675.000 pesetas, unos 16.078 euros sin IPC –29.181 euros con la subida del IPC aplicada–.
La primera generación del Renault Mégane no solo llegó al mercado para ocupar el lugar que dejó libre el Renault 19, también se puso a la venta para competir en uno de los segmentos más duros de la Europa de los 90, el de los compactos. El segmento C, junto a los utilitarios –por entonces se les conocía como polivalentes– copaban gran parte de las ventas, o mejor dicho, eran el pilar de ventas las marcas europeas y era muy importante lograr buenos resultados. Por eso, cuando se desarrolló el Mégane, se pensó en ofrecer una enorme gama de carrocerías, una estrategia nunca vista, que fue copiada por algunos rivales.
Esa oferta de carrocerías tenía, como cabe esperar, una opción familiar, el Mégane Break, un tipo de coche que, por aquellos años, tenía una enorme aceptación en Europa –sobre todo en Alemania–, aunque en España nunca contó con una gran acogida. Básicamente, se debía a su imagen, un tema que siempre ha sido muy polémico a pesar de que gracias a esas formas, se lograba tener un habitáculo y una zona de carga más amplia. Y si, además, se combinaba con un motor turbodiésel, se convertía en una de las mejores apuestas para una familia numerosa.
La carrocería familiar del Mégane fue la menos demandada, pero no había ninguna otra opción en la gama que igualara su versatilidad, ni siquiera el Mégane Scénic
Ahí era donde el Renault Mégane Break 1.9 dTi pretendía calar, entre las familias y la prensa de la época tuvo buenas críticas para el modelo. Lo primero que destacaron algunos fue su tardía llegada al mercado y que, además, no alcanzaba la capacidad de carga de sus rivales más directos, como el Ford Focus familiar, que tenía nada menos que 520 litros de maletero, o como el Citroën Xsara Break, que llegaba hasta los 515 litros. Comparativamente, también tenía menos capacidad que el Opel Astra Caravan, que con 15 centímetros menos de longitud, tenía solo cinco litros menos de capacidad –480 litros–. Aunque, si se abatían los asientos, el Mégane Break ganaba por goleada con 1.600 litros.
No era el más grande del segmento, pero contaba con algunos detalles interesantes que los demás no ofrecían. Por ejemplo, el respaldo del asiento trasera estaba reforzado, con el fin de poder soportar mejor los ocasionales desplazamientos del equipaje y, por supuesto, el violento golpe que supondría toda la carga en caso de accidente. La boca de acceso al maletero era muy grande y estaba relativamente cerca del suelo y el piso contaba con doble fondo.
De entre todas las mecánicas que podía montar el Mégane familiar, el más coherente con los objetivos del coche era el turbodiésel, un cuatro cilindros de 1.870 centímetros cúbicos –de carrera larga, 93 milímetros por los 80 milímetros de diámetro de los pistones–, culata de dos válvulas por cilindro y por supuesto, inyección directa y turbo, que rendía 100 CV a 4.000 revoluciones y 200 Nm a 2.000 revoluciones. La revista Motor 16, en el número 838, registró unos consumos de 6,5 litros de media, mientras que en ciudad se llegó a 7,5 litros y a una velocidad de 120 km/h sostenidos, los consumos bajaban hasta los 5,9 litros.
Las prestaciones tampoco eran malas, con una velocidad máxima de 182 km/h y un 0 a 100 km/h de 11,4 segundos. No obstante, en un coche de talante familiar estos datos no son tan relevantes, es más importante otros detalles, como, según la revista antes mencionada, su elevada sonoridad en cualquier circunstancia. El tema del sonido siempre ha sido un punto muy criticado de los motores diésel a finales de los 90 y comienzos de los 2000, pero claro, comparado con un motor de gasolina, era lógico que se consideraran ruidos. Y lo eran, que nadie lo dude, pero sus prestaciones y el buen funcionamiento general hacían que aguantar el ruido mereciera la pena.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS