Los diésel, después de todo lo que ocurrió con Volkswagen y el software capaz de hacer trampas, han caído en desgracia. Poco a poco, han aparecido más casos de manipulación de emisiones y los usuarios han perdido la confianza en una tecnología que, no obstante, es plenamente válida, limpia y realmente interesante para quienes hacen muchos kilómetros por carretera. Las cosas han cambiado mucho y ya nadie quiere diésel.
Es un notable contraste con lo que ocurría a comienzos del siglo XXI, cuando todo el mundo quería un propulsor diésel, fuera cual fuera el tipo de coche. Valga como ejemplo el hecho de que Porsche, Maserati y Bentley, montaron propulsores alimentados por gasóleo en algunos de sus coches. Fue la época en la que una versión deportiva con motor diésel, tenía más tirón comercial y más éxito que la misma opción alimentada por gasolina, aunque algunos hayan pasado por el mercado sin pena ni gloria, como el Renault Mégane Sport dCi, la versión diesel del Mégane RS.
Renault tuvo la decencia de no denominar RS a la versión diésel del Mégane RS, aunque estéticamente era exactamente igual. En otros mercados, como Australia, si se comercializó como Mégane RS dCi, pero aquí se vendió como Sport dCi y, repetimos, era idéntico al gasolina. A coche parado apenas se podía diferenciar un coche de otro, a no ser que uno se fijara en el spoiler sobre la luneta trasera o en el tacómetro, que el diésel tenía una escale menor.
A nivel de chasis, el Renault Mégane Sport dCi era, nuevamente, igual al gasolina, con el mismo esquema de suspensión y frenos, aunque con muelles y amortiguadores de tarado específico, dado que el dCi pesaba 75 kilos más –1.525 kilos en total con carrocería de cinco puertas–. También se podía escoger el chasis Cup, que incluía nuevos muelles y amortiguadores, estabilizadora delantera dos milímetros más gruesa y una estabilizadora trasera que el chasis normal no tenía, así como manguetas traseras con cinco milímetros más de diámetro, rodamientos de mayor tamaño y una dirección reajustada.
El motor, un 2.0 turbodiésel –1.995 centímetros cúbicos, turbo de geometría variable e intercooler–, se consideraba bastante potente para la época y era el más potente que tenía entonces Renault en su catálogo. Rendía 175 CV a 3.750 revoluciones y nada menos que 360 Nm de par a 2.000 revoluciones. La potencia llegaba al asfalto a través de las ruedas delanteras, conectadas al motor mediante un cambio manual de seis relaciones. Sus rivales directos era el Volkswagen Golf GT TDi con 170 CV y el Toyota Auris D-4D Sport.
Obviamente, al ser menos potente y también más pesado, era más lento que el Mégane RS. La aceleración hasta los 100 km/h desde parado, se completaba en 8,3 segundos y los 1.000 metros con salida parada los hacía en 29,4 segundos, mientras que la velocidad anunciada por la marca era de 220 km/h. Eso sí, presumía de consumos con 6,5 litros cada 100 kilómetros y de unas emisiones de 172 gramos de CO2 por kilómetro.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS