El BMW 540i era el espejo en el que todos se miraban cuando había que valorar las opciones en el segmento ejecutivo, es decir, en el segmento E. Y hablamos de un categoría donde el BMW E39 era uno más, acompañado de rivales como el Mercedes Clase E, el Audi A6, el Jaguar S-Type o el Lexus GS, automóviles de alta costura que merecían el más grande de los respetos, pero que, aun así, cuando el E39 se movía, todos estaban atentos. Y si era el 540i, lo más excelso de la gama, sin contar el M5, la presión era notable.
La cuarta generación del BMW Serie 5 llegó como un martillo pilón. Fue comenzar a rodar por las carreteras de todo el mundo y empezar a recibir elogios de toda clase. El modelo alemán había alcanzado un nivel sorprendente y había establecido en su categoría algo que no había puesto nadie en juego: agilidad, capacidad de reacción y conducción de aspiraciones muy deportivas. Rápidamente se convirtió en la referencia del segmento, el coche a batir entre los de su clase. Además, la gama de motores ofrecida era bastante amplia y abarcaba un gran espectro de conductores, algo en lo que no todos los rivales hacían hincapie.
No obstante, en lo algo de la gama, el BMW 540i comandaba las legiones con permiso del BMW M5, que llegó mucho después de la presentación de la gama. Es decir, durante algunos años, entre 1995 y 1999, el 540i era la máxima expresión del E39. Y no lo hacía nada mal. Era un automóvil de alta gama, equipado con un V8 atmosférico, cambio manual –automático Steptronic en opción– y un comportamiento en carretera lejos de sus rivales, a los que podía perder con relativa facilidad a poco que hubiera tres o cuatro curvas seguidas. Eso si, el precio de 9.655.000 pesetas lo alejaba del común de los mortales, aunque, a modo de curiosidad, no tenía tapicería de cuero de serie –se pagaba aparte–, ni tampoco suspensión adaptativa.
El E39, la cuarta generación del Serie 5 de BMW, se convirtió en uno de los coches más deseados de su categoría por motivos más que justificados

Sí tenía, y esto a veces eclipsa muchas cosas, un V8 de 4.398 centímetros cúbicos, cuatro válvulas por cilindro, dos árboles de levas en cada culata, una compresión de 10:1 e inyección, que rendía 286 CV a 5.400 revoluciones y 44,8 mkg a 3.600 revoluciones, gestionado por un cambio automático por convertidor de par y cinco relaciones y que pisaba en suelo con unas ruedas que hoy parecen pequeñas: 225/50 WR16. Hasta la cifra de peso parece mentira comparada con cualquier automóvil 30 años más joven: 1.630 kilos –relación peso-potencia de 5,69 kilos por caballo, ojo–.
El lógico esperar que las prestaciones fueran más que buenas: velocidad máxima de 250 kilómetros/hora, 7,2 segundos para el 0 a 100 kilómetros/hora, 0 a 400 metros en 15,2 segundos y un 0 a 1.000 metros en 26,9 segundos. Solo había una pega, aunque quien se compraba un coche de 10.000.000 de pesetas –casi 119.000 euros de 2025–, no lo tenía muy en cuenta: el consumo. Las cifras que barajaban las revistas eran de, más o menos, 13 litros cada 100 kilómetros de media y un disparate de 17 litros en circulación urbana.
De todas formas, ¿qué importan cosas como el consumo, cuándo podías poner en aprietos a coches como un Volkswagen Golf GTI en alguna que otra ocasión? Hablamos de un coche de casi 4,8 metros de largo cuya orientación no es ser el más deportivo, aunque entre los de su clase, no había nada con un talante tan dinámico y enfocado a la conducción.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS