El Corwin Getaway no nació de una oficina de diseño ni de un encargo corporativo. Nació del humo, la frustración y la urgencia. Corría agosto de 1965 cuando los disturbios de Watts convirtieron parte de Los Ángeles en un campo de batalla social. En ese contexto de tensión racial y paro estructural, Cliff Hall (fotógrafo jefe del periódico afroamericano Los Angeles Sentinel) decidió que la respuesta no debía limitarse a las pancartas. Si había que reconstruir, mejor hacerlo con una herramienta concreta. Su propuesta: un coche urbano, ligero y asequible, fabricado en el mismo barrio que ardía. “Construido por manos negras en la comunidad negra”, resumía.
Hall no era ingeniero, pero sí un tipo con visión que entendía que el coche podía ser algo más que transporte: podía ser empleo, formación técnica, autoestima industrial. Para ello se alió con Louis Corwin, empresario blanco afincado en Los Ángeles y distribuidor de productos Panasonic. Corwin aportó 100 000 dólares del total de 150 000 necesarios para desarrollar el prototipo, y de paso dio su nombre al proyecto. Era una alianza improbable, pero funcional: Hall ponía el propósito; Corwin, parte del capital inicial.
El resto del dinero vino de préstamos personales, favores en especie y una pequeña red de apoyo comunitario. Hall hablaba del Getaway como quien habla de una utopía mecánica. Se definía a sí mismo como “el Martin Luther King Jr. de la industria automotriz”, una metáfora osada, pero reveladora, porque lo que él pretendía no era simplemente hacer un coche, sino demostrar que se podía construir industria fuera del circuito tradicional, con actores tradicionalmente ignorados.
El proyecto avanzó más rápido de lo que cabía esperar. En menos de cuatro años, Hall tenía un prototipo funcional, diseñado y ensamblado con el apoyo de técnicos locales y carroceros independientes. No era un kit car improvisado, sino una propuesta seria, con motor central, carrocería de fibra, y dimensiones tan compactas como sus ambiciones eran grandes. El Getaway no quería competir con Detroit: quería evitarla.

Un deportivo mínimo con ideas de futuro
Estéticamente, el Getaway parecía salido del futuro. Tenía un perfil de cupé bajo y una limpieza de líneas que no se vería hasta años después en coches de producción. De hecho, su silueta recuerda inevitablemente a modelos como el Fiat X1/9, el Pontiac Fiero o el Toyota MR2, todos ellos posteriores y con disposición mecánica similar. Pero en 1969, un coche con motor central trasero, menos de 3,4 metros de largo y orientación urbana era casi ciencia ficción.
Técnicamente, el Getaway apostaba por una arquitectura ligera y racional. El chasis era un entramado tubular cuadrado recubierto por una carrocería de fibra de vidrio. Nada de elementos de lujo, nada de peso innecesario. El motor era un bóxer de origen Subaru de 1,1 litros y 78 caballos, y se situaba en posición central trasera para proporcionar un reparto de pesos más deportivo que muchos deportivos de verdad. A ello se sumaba una caja manual de 4 marchas, suficiente para extraer lo mejor de un conjunto que pesaba por debajo de los 700 kg.
Las cifras, como siempre en este tipo de coches, deben tomarse con pinzas. Se hablaba de 0 a 60 millas por hora en 10 segundos y una punta de 150 mph, que suena más a entusiasmo de catálogo que a cronómetro fiable. Pero el objetivo de Hall no era crear el coche más rápido del mundo, sino uno que se notase ágil, fuese fácil de aparcar y barato de mantener. La ficha técnica perseguía más la inteligencia que la exuberancia.
En lo que sí fue ambicioso fue en el precio: Hall estimaba que en una pequeña serie, el Getaway podría venderse por 4.500 dólares, lo que hoy equivaldría a unos 30.000 euros. No era un coche de lujo, pero tampoco un utilitario de derribo. Era un micro-deportivo pensado para jóvenes, para trayectos urbanos, para una movilidad distinta. Todo medio siglo antes de que ese discurso se pusiera de moda.

Un escaparate, muchos focos… y ningún crédito
El coche debutó públicamente en el Salón del Automóvil de Los Ángeles en 1970, y lo hizo con un respaldo mediático que ya quisieran muchos fabricantes. Algunas estrellas como Muhammad Ali, Sidney Poitier o Marvin Gaye se prestaron a posar junto al Getaway, no tanto por afición al automóvil como por lo que el coche representaba: una industria posible nacida desde abajo, desde el margen. Fue un acto de fe, de presencia. De decir: también podemos fabricar cosas bonitas.
Lo malo es que la buena prensa no siempre se traduce en financiación, y a pesar del entusiasmo y las promesas, ningún banco quiso avalar la fábrica proyectada por Hall en el corazón de Watts. Las razones eran las de siempre: falta de garantías, dudas sobre la viabilidad, excusas envueltas en burocracia… Nadie dijo abiertamente que el problema era que se trataba de un proyecto negro, pero lo parecía dada la época.
Sin el respaldo financiero, el sueño del Getaway quedó reducido a una única unidad. Hall lo guardó durante más de dos décadas en su propio garaje, convencido de que algún día alguien entendería lo que había intentado hacer. Ese día tardó en llegar, pero llegó. En 1994, el Petersen Automotive Museum se interesó por el coche y lo adquirió. Allí comenzó la segunda vida de un prototipo olvidado.
En 2018, gracias a una campaña de crowdfunding y al trabajo del restaurador Bodie Stroud, el Getaway recuperó su estado original. Desde 2019, forma parte de la exposición permanente del Petersen como ejemplo de innovación alternativa, y Hall, que falleció en 2020 a los 94 años, pudo ver su coche restaurado y recibiendo el reconocimiento merecido. No fue un triunfo, pero sí justicia tardía.

Un legado invisible que anticipó medio siglo
Lo que hace del Corwin Getaway un caso extraordinario no es solo su rareza, sino su capacidad de anticipación. Su fórmula (coche biplaza, motor central, enfoque urbano, bajo coste) no cuajó entonces, pero encajaría a la perfección en la movilidad de hoy. Hoy tenemos modelos como el Citroën Ami, el Microlino o incluso el Smart EQ fortwo retoman, en clave eléctrica y posmoderna, buena parte del ideario del Getaway. Todos son pequeños, ágiles, están pensados para la ciudad y alejados del exceso.
Ninguno replica su disposición mecánica (el motor central es anatema en el mundo eléctrico), pero todos comparten la idea de que menos puede ser más. Que el coche no tiene por qué ser un monstruo de 2 toneladas para cumplir su función. Que hay belleza en lo mínimo y virtud en lo accesible. En eso, Hall iba muy por delante de su tiempo.
El verdadero valor del Getaway era también su propuesta social. Fue el primer (y durante décadas, el único) intento documentado de crear un coche concebido, financiado y fabricado mayoritariamente por afroamericanos. No como símbolo, sino como proyecto industrial. Como plataforma de empleo cualificado en un barrio castigado por las penurias de la época y como modelo de producción descentralizada. En eso no tuvo herederos, y esa es una de las derrotas más tristes de la historia del automóvil.
Hoy, cuando se habla tanto de movilidad sostenible, de justicia social, de diversidad en la industria, conviene recordar que alguien ya lo intentó en 1969 y que fracasó no por falta de ideas, sino por falta de crédito, en todos los sentidos de la palabra, y que, tal vez, lo más innovador del Getaway no fue su diseño, ni su ficha técnica, ni su silueta futurista. Fue su origen.
Jose Manuel Miana
Ando loco con los coches desde que era pequeño, y desde entonces acumulo datos en la cabeza. ¿Sabías que el naufragio del Andrea Doria guarda dentro el único prototipo del Chrysler Norseman? Ese tipo de cosas me pasan por la cabeza. Aparte de eso, lo típico: Estudié mecánica y trabajé unos años en talleres especializados en deportivos prémium.COMENTARIOS