La noche de verano en 1999 huele a gasolina sin plomo y a embrague quemado. Estamos en un polígono industrial a las afueras de Tokio, un lugar desierto que por el día sirve para cargar camiones y que por la noche se convierte en un santuario improvisado de neones, turbos silbando y chavalada que lo mismo lleva zapatillas deportivas importadas de Estados Unidos que camisetas con kanjis mal estampados. A la izquierda, un Nissan Skyline GT-R R34 en azul Bayside que todavía parece sacado del concesionario pero que todos saben que esconde más caballos de los que admite la ficha técnica. A la derecha, un Toyota Supra MK4 biturbo, blanco, con llantas Volk y un escape que amenaza con despertar a los vecinos de media prefectura.
Los motores ya están al ralentí y se escucha el típico murmullo entre los que se han acercado a ver la carrera: unos juran que el ATTESA del Skyline humillará al mk IV en cuanto las ruedas traseras del Supra empiecen a patinar, otros recuerdan que el bloque 2JZ aguanta lo que le eches y que en línea recta es poco menos que un misil tierra-tierra. Hay un silencio raro, de expectación, que se rompe solo con el chisporroteo de un cigarro que Kenji se ha encendido a escondidas de su novia y con el siseo de las wastegates al soltar gas. Dan la señal con una mirada, un cabeceo, y en cuanto ambos embragues se sueltan al unísono el mundo se reduce a un rugido metálico.
Lo bonito de esta escena es que, aunque todo el mundo parece saber quién va a ganar, nadie se pone de acuerdo. El Skyline representa la disciplina tecnológica, el ingenio japonés aplicados a la tracción integral, al control de par y a un chasis que parece sobredimensionado a propósito porque lo estaba. El Supra, en cambio, va de fuerza bruta, de un motor que puedes exprimir hasta la locura y que ya en serie da más potencia de la que se atreven a admitir los ingenieros de Toyota. Es un choque de filosofías, de maneras de entender la velocidad que en realidad son la misma: Ser el más rápido y sentir la pasión al volante. Creo que por eso seguimos recordando estos duelos como si fueran más importantes que un campeonato oficial.
Los dos coches se pierden entre las luces de sodio del polígono, y lo que queda atrás es un eco grave, el olor a goma quemada y la sensación de que, pase lo que pase en la meta, lo que de verdad importa es haber estado allí para contarlo.

Dos leyendas nacidas de una década irrepetible
El Nissan Skyline GT-R R34 no fue el primero de su estirpe (el primero era de 1971), pero sí el que concentró todas las obsesiones de Nissan en un solo coche. Godzilla apareció en 1999, justo cuando el mundo empezaba a obsesionarse con internet y los móviles plegables, y se convirtió en un icono instantáneo. Su motor RB26DETT, un seis en línea de 2,6 litros con dos turbos pequeños, venía oficialmente limitado a 280 caballos por gracia del acuerdo entre marcas japonesas de no pasarse de esa cifra, y sin embargo la realidad era distinta, porque muchos propietarios que lo metieron en banco de potencia se encontraron con más de 330 caballos sin haber tocado nada.
En el otro lado estaba el Toyota Supra de cuarta generación, conocido como MK4, que llevaba ya en el mercado desde 1993 y que en sus versiones más gordas montaba el famoso 2JZ-GTE. Ese bloque de tres litros con dos turbos no solo ofrecía cifras reales cercanas a los 320 caballos, sino que además se convirtió en el sueño húmedo de cualquier preparador porque aguantaba lo indecible. Si el Skyline era el bisturí, el Supra era el martillo pilón. No le hacía falta tanta electrónica, porque con un reparto de pesos casi perfecto y una transmisión manual de seis marchas fabricada por Getrag, el coche ya salía del concesionario listo para liarla en carretera o circuito.
Lo interesante es que, aunque ambos comparten época y filosofía japonesa, representaban a públicos distintos. El Skyline estaba pensado para el purista obsesionado con la trazada, con la telemetría y con aprovechar hasta el último ápice de agarre en un tramo de montaña o en Suzuka. El Supra, en cambio, tenía ese aire más global, con un diseño que gustaba tanto en Japón como en Estados Unidos, y un motor que parecía diseñado con la vista puesta en el mercado de las preparaciones aftermarket.
La rivalidad no estaba en la publicidad ni en las carreras oficiales, sino en la calle y en la cultura popular. Quien tenía un R34 presumía de llevar la máquina más avanzada de Japón; y quien conducía un Supra podía dormir tranquilo sabiendo que su motor era prácticamente indestructible y que tarde o temprano acabaría dejando a cualquiera atrás con un simple cambio de turbos.

La técnica frente a la fuerza bruta
El Skyline jugaba con ventaja en lo que a electrónica se refiere porque el sistema ATTESA E-TS era una virguería que permitía pasar de ser un tracción trasera a mandar hasta el 50 % de la potencia delante en cuestión de milisegundos (magia negra para la época). A eso se le sumaba el Super HICAS, que era una dirección en las cuatro ruedas que hoy nos parece futurista pero que en los noventa ya estaba ahí, ayudando a que un coche de más de 1.500 kilos se comportara como si pesara mucho menos. En circuito, esa combinación era letal, porque le permitía acelerar antes en la salida de las curvas y mantener el coche pegado al suelo incluso en condiciones complicadas. A ese coche podías anunciarlo con los acordes de el Fantasma de la Ópera.
El Supra, en cambio, era más sencillo y más bruto al ser un propulsión trasera pura, sin ayudas electrónicas más allá del ABS, y con un motor que era capaz de digerir potencias absurdas sin rechistar. La gracia estaba en su elasticidad: en cuanto el primer turbo entraba en juego, el coche se lanzaba hacia adelante como un miura con una contundencia que te pegaba al asiento, y cuando el segundo soplaba ya no quedaba mucho más que hacer que agarrar el volante. confiar en que la trasera aguantara el envite, y rezar un poquito a San Cristóbal. Esa sensación de peligro controlado es parte de su encanto, porque donde el Skyline te daba seguridad y precisión, el Supra te obligaba a bailar tango con él cada vez que acelerabas fuerte.
Los números oficiales daban la impresión de que estaban más o menos igualados. El R34 aceleraba de 0 a 100 en menos de cinco segundos, y el Supra se movía en cifras muy similares. La diferencia aparecía en el cuarto de milla (o sea, las carreras de aceleración, unos 400m), donde la tracción integral del Nissan le permitía salir mejor y marcarse tiempos más bajos. En velocidad punta, con el limitador desactivado, el Toyota podía llegar a rozar los 285 km/h, dejando claro que su motor tenía más pulmones de los que declaraba la marca.
Lo curioso es que esa rivalidad de especificaciones nunca fue lo que marcó la diferencia entre ellos. Lo que de verdad separaba a ambos coches era la manera en que se sentían al volante. El Skyline era cerebral, quirúrgico, casi clínico en su manera de gestionar cada Newton metro de par. El Supra, visceral, con un punto de salvajismo que te recordaba que estabas conduciendo una máquina hecha para correr y pensada para hacerte estrenar ropa interior.

¿Quién gana entonces?
Si hablamos de una carrera callejera en 1999, lo más probable es que el Skyline tuviera las de ganar en la salida gracias a su tracción integral y a su chasis más refinado. En un cuarto de milla era difícil que el Supra le sacase ventaja inicial de no ser que su dueño hubiera visitado ya a los caballeros de Top Secret y jugado ya con turbos más grandes o con una centralita menos tímida. En cambio, si la carrera se alargaba y había rectas largas… ahí el 2JZ podía sacar músculo y dejar claro que no había motor japonés de la época que le aguantara el pulso.
En un tramo de montaña o en circuito revirado, el R34 se portaba como un coche de carreras civilizado y se desenvolvía con una estabilidad que inspiraba confianza y con una dirección trasera que sorprendía gratamente a todo el que lo probaba por primera vez. El Supra, en esa misma situación, era más físico, más exigente, y pedía manos para mantenerlo en la trazada correcta. Esa diferencia es la que hace que los puristas de la conducción sigan defendiendo al Nissan como la mejor máquina global de la época.
Sin embargo, si hablamos de potencial a largo plazo, el Supra se llevaba la palma porque El 2JZ es un motor que ha demostrado durante décadas que aguanta preparaciones de más de 1.000 caballos sin partirse en dos, y eso ha hecho que se convierta en la base de incontables proyectos de tuning extremo. El RB26 también tiene margen, y hay preparaciones brutales que superan los 800 caballos, pero el Supra siempre se ha llevado la fama de ser el coche que nunca se rompe aunque lo maltrates, que para eso es Toyota.
Al final, el ganador depende de qué entiendas por victoria. Si lo tuyo es el paso por curva, la precisión quirúrgica y la sensación de llevar un ordenador de a bordo adelantado a su tiempo, el Skyline R34 es tu coche. Si lo que buscas es un motor con alma de tanque, capaz de soportar todo lo que le eches encima y de devolverte el favor con aceleraciones brutales, el Supra MK4 es insustituible.

Epílogo de una era
Ya han pasado más de dos décadas de ese verano de 1999, Kenji dejó de fumar y ambos coches son intocables en el mercado de segunda mano con unos precios que han superado cualquier previsión alcista y con una legión de fans que crece con cada vídeo de YouTube y con cada partida de Gran Turismo o Forza. El Skyline R34 sigue siendo el sueño húmedo de los que creemos en la ingeniería como forma de arte, mientras que el Supra MK4 se mantiene como el símbolo de lo que un motor bien diseñado puede llegar a conseguir con un poco de maña y mucha gasolina.
La cultura popular también ha hecho buena parte de este trabajo a golpe de videojuegos, películas y memes que han convertido estos coches en algo más grande que ellos mismos. Para muchos, son ya parte de la infancia o de la adolescencia, y el simple sonido de un RB26 o de un 2JZ al arrancar despierta recuerdos que van más allá de la mecánica. No son solo coches, sino iconos culturales que definen lo que fue ser un gasolinero en los noventa.
Lo más honesto es admitir que nunca hubo un verdadero ganador, porque cada uno dominaba su terreno y porque, en realidad, lo que todos queríamos era verlos correr uno contra otro. Esa es la magia de las leyendas: que no necesitan trofeos ni victorias oficiales para ser recordadas, bastaba con haber formado parte de las noches de 1999 en las que la gente se reunía alrededor de dos máquinas japonesas y dejaba que la gasolina hablara. Aunque algunos lo que teníamos era la play y el Gran Turismo, pero también cuenta lo de soñar.
Si alguna vez vuelves a soñar con esa carrera en un polígono iluminado por farolas de sodio, recuerda que lo importante no es si ganó el Skyline o el Supra, sino que tú, de una forma u otra, contribuyes a que la pasión siga adelante.
Jose Manuel Miana
Ando loco con los coches desde que era pequeño, y desde entonces acumulo datos en la cabeza. ¿Sabías que el naufragio del Andrea Doria guarda dentro el único prototipo del Chrysler Norseman? Ese tipo de cosas me pasan por la cabeza. Aparte de eso, lo típico: Estudié mecánica y trabajé unos años en talleres especializados en deportivos prémium.COMENTARIOS