Sin duda una de las grandes revoluciones en la mecánica del automóvil fue la incorporación masiva de los turbocompresores durante los setenta. Un fenómeno que estalló primero en la competición con modelos como el Renault-Alpine A442 campeón en Le Mans 1978, para luego ser el protagonista de los ochenta al aplicarse en todo tipo de vehículos. Desde compactos urbanos sobrevenidos a enérgicos deportivos, hasta potentes berlinas deportivas listas para devorar kilómetros de autopista. No obstante, ya a mediados de la década algunos fabricantes empezaron a verse envueltos en la polémica. Y es que, al fin y al cabo, como todas las tecnologías la del turbocompresor también tuvo sus flancos más negros. Una historia en la que el Volkswagen Polo G40 de 1985 tiene mucho que decir.
Pero vayamos al comienzo de la historia. Un comienzo que, de hecho, posiblemente nunca llegue a tener final ya que resulta casi imposible poner orden en medio de todas las leyendas urbanas sobre la respuesta del turbocompresor en el Supercinco GT. Posiblemente el caso más mediático entre todos los debates con esta tecnología como protagonista, dividiéndose entre aquellos que aportan datos y aquellos que tan sólo recurren a historias anecdóticas. Sea como fuese el comportamiento de aquel icónico modelo, lo cierto es que uno de los grandes problemas con el uso de los turbocompresores siempre ha sido el “ lag “ o tiempo de respuesta. Así las cosas, los fabricantes europeos de los ochenta empezaron a hacer todo tipo de esfuerzos para mejorar esta tecnología, intentando combinar la potencia con la suavidad y las reacciones progresivas.
En este sentido, la aparición del Volkswagen Polo G40 resulta de lo más significativa. Ya que incorporó el sistema G-Lader. Fruto de una iniciativa propia del grupo alemán, esta revisión del turbocompresor incorporó un esquema con dos conductos paralelos en espiral por donde el aire atmosférico va avanzando a través de vías cada vez más estrechas, aumentando por tanto la presión. Todo ello se acciona desde el cigüeñal y como principal ventaja tiene una respuesta más suave y lineal, sin escalones en la entrega de potencia responsables de innecesarias o inesperadas patadas al acelerar. Eso sí, la contrapartida es una mecánica muy particular. Fácilmente desgastable y difícilmente reparable. Por todo ello, el G-Lader tuvo una presencia tan llamativa como fugaz, no llegando a asentarse entre la panoplia tecnológica del grupo germano. Siendo sólo incorporado en los pocos modelos apellidados con los términos G40 y G60. Identificativos de la estrechez en milímetros del conducto del turbocompresor.
Durante los años ochenta la fiebre del turbo pasó de la competición a los coches de producción en serie con muchas virtudes pero también algunos problemas. La tecnología del G-Lader fue el intento de Volkswagen por tener un sistema de turbocompresión propio y muy original
Volkswagen Polo G40, el gusto de tener una tecnología muy particular
Para entender al Volkswagen Polo G40 hay que tener en cuenta dos variables diferentes. La primera es la tecnológica y la segunda es la comercial. En la primera hay que valorar el intento de Volkswagen por desarrollar un turbocompresor totalmente nuevo – aunque rebuscando en referencias aeronáuticas no es difícil ver sistemas muy similares a comienzos del siglo XX -, el cual es con el tiempo toda una rareza ilustrativa de aquel momento febril en materia de uso del aire en el motor. Pero claro, evidentemente esto tiene un impacto en la segunda.
Y es que el precio del Volkswagen Polo G40 se disparó por encima de la media de sus competidores. No llegando al nivel de un Golf GTI claro está, pero sí haciendo del mismo un coche cuyo comprador tenía que valorar necesariamente lo que se estaba llevando. Algo que en el momento lo hizo poco competitivo, pero que ahora puede auparlo como un valor interesante en el mercado de clásicos entre coleccionistas seguidores de las mecánicas menos populares.
No obstante, antes de entrar en producción hubo que pasar una prueba. Una prueba de la que la marca se hizo eco todo lo posible, intentando vender así la fiabilidad del Volkswagen Polo G40. Llegados a este punto, tres unidades de preproducción rodaron durante 24 horas seguidas en el circuito de pruebas de Ehra-Lessien a una media de 208 kilómetros por hora sólo parando para repostar. De esta manera, se quiso probar la eficiencia del G-Lagar, pero también la del bloque de 1.272 cm3.
Aquella prueba de 24 horas puso encima de la mesa la fiabilidad del modelo, pasando tras esto a la producción en serie para ahora ser casi tres décadas después una interesante pieza para coleccionistas de preclásicos
Una combinación muy apreciada por los ingenieros de la época, llegando a ganar diversos premios internacionales. Y es que la potencia de este pequeño cuatro cilindros en línea llegaba gracias al turbocompresor hasta los 116 CV. Rindiendo – según pruebas de la época en Auto Hebdo – muy bien a altas velocidades. Con todos estos ingredientes, el Volkswagen Polo G40 ha pasado a ser una pieza no muy conocida dentro de la fiebre ochentera por el turbo, pero sí muy apreciada por todos aquellos que saben valorar las cualidades de una mecánica diferente. Un coche para coleccionistas.
Miguel Sánchez
Todo vehículo tiene al menos dos vidas. Así, normalmente pensamos en aquella donde disfrutamos de sus cualidades. Aquella en la que nos hace felices o nos sirve fielmente para un simple propósito práctico. Sin embargo, antes ha habido toda una fase de diseño en la que la ingeniería y la planificación financiera se han conjugado para hacerlo posible. Como redactor, es ésta la fase que analizo. Porque sólo podemos disfrutar completamente de algo comprendiendo de dónde proviene.Si no recuerdo mal la version reestilizada llego hasta casi mediados de la decada de los 90, pero con un equipamiento pauperrimo, sin nisiquiera elevalunas electricos si no me falla la memoria…