El Hyundai i30 1.6 CRDI 16v comenzó a circular allá por 2012 como una de las apuestas más fuertes de la marca en Europa. Era la segunda generación del compacto surcoreano, pero no compartía nada con su antecesor, al que mejoraba en todos los apartados por un amplio margen. Era la época en la que Hyundai se autoimpuso el objetivo de ofrecer coches fabricados en Europa, para Europa, eliminando su origen oriental de cara a una mejor competitividad.
La primera generación del Hyundai i30, puesta en el mercado en 2007, ya dio muestras de que la firma surcoreana no era aquella firma que fabricaba coches baratos –aunque bastante interesantes–, tenían el objetivo de conquistar Europa donde más lucha había: en el segmento de los compactos. Sin embargo, aquella primera entrega del i30 tenía que mejorar muchas cosas, aunque tuvo buenos resultados en el mercado y animó a la firma a realizar una apuesta todavía mayor.
Así llego 2012 y la segunda entrega del Hyundai i30 llegó a España, y además, lo hizo con todo lo necesario para triunfar, como un motor turbodiésel de última generación con potencia de sobra para ofrecer unas buenas prestaciones, pero sin que los consumos se dispararan. Así lo pudo comprobar la revista Motor 16 en su número 1.480 –finales de febrero de 2012– en la primera prueba que realizaba dicha publicación del “nuevo” Hyundai i30. Prueba que se realizó a una unidad equipada con el motor que estaba llamado a ser la punta de lanza de la gama.
La segunda generación del Hyundai i30 presentaba una calidad de fabricación y una concepción puramente europea
El coche estaba diseñado y desarrollado en el departamento que la marca tenía en Rüsselsheim, en Alemania, y atacaba directamente al centro del segmento. De primeras, era más barato que cualquiera de sus rivales –21.890 euros de aquellos años en el acabado Style, el más equilibrado–, pero no por ello tenía peores acabados o quedaba por detrás en otros apartados. Por ejemplo, solo el Renault Mégane tenía más maletero –el i30 tenía 378 litros–, mientras que en las plazas traseras tenía más espacio que un Volkswagen Golf, que era una de las referencias en este sentido. Ya, por entonces, tenía freno de estacionamiento eléctrico, llantas de aleación de 16 pulgadas, llave inteligente, faros direccionales, sensor de lluvia y luces… ¡Incluso nueve airbags!
No obstante, la estrella de esta segunda generación era el motor turbodiésel, un cuatro cilindros de 1.582 centímetros cúbicos –de carrera larga, como todos los diésel equivalentes: 77,2 por 84,5 milímetros para diámetro y carrera del pistón respectivamente–, culata multiválvulas, inyección common rail, turbo de geometría variable e intercooler, capaz de entregar 126 CV a 4.000 revoluciones y 26,5 mkg entre 1.900 y 2.750 revoluciones. El cambio era manual de seis relaciones, cuyo desarrollo era notablemente largo: la cuarta tenía 37,32 km/h a 1.000 revoluciones; la quinta 44,87 km/h a 1.000 revoluciones; la sexta nada menos que 52,85 km/h a 1.000 revoluciones. Curioso es que Julián Garnacho, quien firma la prueba antes mencionada –y quien sigue todavía en la revista–, consideró que los desarrollos eran adecuados.
Poner desarrollos tan largos era bastante común en los diésel de la época, la idea reducir consumos en carretera, aprovechando la buena cifra de par que se obtenía con esta tecnología. Lo mejor de todo es que las prestaciones no se veían especialmente mermadas, como la mencionada revista pudo registrar. El 0 a 400 metros lo completaba en 17,6 segundos, mientras que el kilómetro, también con salida parada, lo hacía en 32,3 kilómetros. El 0 a 100 km/h lo conseguía en 11 segundos y la velocidad máxima era de 197 km/h. No eran malas cifras, que se combinaban con un consumo medio de 5,1 litros. Con su depósito de 53 litros, la autonomía media teórica era de 1.039 kilómetros.
En cuanto a comportamiento, según se decía en la prensa, estaba al nivel de los referentes de aquel momento: el Ford Focus, el SEAT León y el Volkswagen Golf.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS