El Renault Clio 1.5 dCi 65 CV, se posicionaba, por 1.821.927 pesetas –unos 10.950 euros de comienzos de los 2000–, como el escalón de acceso a la gama diésel del utilitario francés. Un coche cuya mecánica, en lugar de recurrir a la tradicional aspiración atmosférica como algunos rivales –Citroën Saxo 1.5D o SEAT Ibiza 1.9 SDI–, hacía uso de la sobrealimentación para, con una cifra de potencia casi calcada a sus rivales, ofrecer un motor más elástico, con una respuesta “más llena” a medio régimen, junto a unos consumos que poco envidiaban a los más ahorradores.
Los utilitarios fueron, durante muchos años, uno de los pilares en ventas de las marcas y el coche predilecto para todos aquellos que se habían sacado el carnet. Coches con un tamaño, unas prestaciones y unos precios en un equilibrio que pocas categorías podían ofrecer. Si a comienzos de los 2000 tenías el carnet recién sacado, entre 18 y 20 años y un trabajo estable, los utilitarios estaban incluidos en la lista de posibles.
Coches como el Renault Clio arrasaban en ventas entre los conductores más jóvenes y con razón, pues por un coste aceptable, se tenía acceso a un coche muy capaz, fácil de mantener y válido para afrontar cualquier necesidad diaria; incluso se podían enfrentar a viajes de más 500 kilómetros con facilidad y solvencia, sobre todo si eran versiones como el Clio 1.5 dCi de 65 CV.
Quizá la cifra de 65 CV te parezca poca cosa, pero para las dimensiones y el peso del Renault Clio II –fase II– no presentaban especial impedimento para el propulsor que, todo sea dicho, se mostraba bastante voluntarioso y llamativamente capaz; sirva de ejemplo que los desarrollos del cambio, con cinco relaciones, eran bastante largos: el quinta, se iba hasta los 40,57 km/h a 1.000 revoluciones, y tenía un notable salto con respecto a la cuarta, que era de 30,96 km/h a 1.000 revoluciones.

Su cifra de potencia podría parecer poco, pero le permitía rodar a casi 170 km/h, suficiente para circular por autopista con soltura
Era el conocido 1.5 dCi que también se ofreció con otros niveles de potencia. Es decir, un cuatro cilindros de 1.461 centímetros cúbicos y carrera larga –76 por 80,5 milímetros para diámetro y carrera respectivamente–, inyección por raíl común y turbo, que para la ocasión rendía 65 CV a 4.000 revoluciones y 16,7 mkg a 2.000 revoluciones. El consumo medio homologado era de 4,3 litros, pero la cifra de consumo en carretera era de verdadera risa: 3,7 litros cada 100 kilómetros. Son datos oficiales, los reales se quedaban muy lejos, de hecho, en una conducción diaria se rondaban los 5,5 o 6,5 litros de media. Cifra que tampoco estaba mal.
Hoy día llaman la atención, por ejemplo, lo pequeño de las ruedas: 175/65 R14. El peso también llama la atención: 1.054 kilos. Y no es un coche que fuera falto de equipamiento. Tenía cuatro airbags –dos delanteros frontales y dos laterales delanteros–, ABS, cierre centralizado con mando a distancia, ordenador de viaje, inmovilizador electrónico, volante regulable en altura y profundidad… El aire acondicionado se quedaba como un extra, al igual que las llantas de aleación o el sistema de sonido con mandos en el volante.
En cuanto al comportamiento, nada serio que reprochar si tenemos en cuenta la potencia del motor y que, con algunas variaciones, ese mismo chasis era capaz de lidiar con 182 CV en el Clio RS. Solo envía una pega, aunque era bastante común en los modelos de la firma francesa y tenía que ver con la suavidad general de la suspensión, aunque ese detalle lo convertía en uno de los utilitarios más cómodos.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS