La salida de Luca de Meo de Renault ha pillado por sorpresa a muchos, pero no a todos. Oficialmente, se va a buscar “nuevos retos”, concretamente como CEO del grupo Kering, dueño de marcas como Gucci o Balenciaga. En realidad, su marcha llega en un momento muy particular, cuando Renault ha empezado a meterse de lleno en asuntos que trascienden lo industrial: defensa, tecnología estratégica, vínculos con el Estado y tensiones geopolíticas crecientes. En ese tablero, un directivo extranjero no siempre es bienvenido.
De Meo llegó en 2020 con la misión de salvar una marca en crisis, de relanzarla tras la debacle del affaire Ghosn y de encontrarle un lugar en un mundo que giraba hacia lo eléctrico. Lo logró: Renault volvió a ser rentable, limpió su gama, se reposicionó en el mercado y redujo su exposición al lío con Nissan. Pero a cambio se convirtió también en una figura fuerte, con visión propia, y eso, en ciertas alturas del poder, se paga caro.
Porque cuando una empresa empieza a hacer drones, a vender tecnología sensible, a reducir su relación con socios asiáticos y a entrar en la narrativa de “economía de guerra”, ya no es solo una empresa. Renault se ha ido convirtiendo, poco a poco, en un instrumento de política industrial y de autonomía estratégica francesa, y en ese marco, tener al frente a un italiano, por brillante que sea, se vuelve incómodo por el tema de las lealtades a la patria.
La salida de De Meo se ha disfrazado de oportunidad profesional, pero huele a reubicación pactada. Se va a un grupo privado, lejos del radar geoestratégico, y deja la puerta libre para que el próximo CEO sea alguien con pasaporte francés y sensibilidad política. El manual clásico: cuando ya no encajas, te ofrecen una salida elegante y un cargo bien remunerado.

Renault se reordena… al gusto del Estado francés
El caso de Luca de Meo es otro capítulo más de cómo el poder político francés moldea su industria cuando lo cree necesario. Renault no es solo una automovilística: es una empresa de interés nacional con participación del Estado y con un papel cada vez más claro en la narrativa de soberanía tecnológica, y como en todo Estado fuerte, el margen de maniobra del CEO se acorta cuando los equilibrios internos se tensan.
A pesar de los buenos resultados, De Meo ha acumulado desgaste. El distanciamiento con Nissan, la reestructuración agresiva de la gama, la creación de divisiones nuevas y el anuncio de asociaciones que alteran el orden heredado no gustaban a todos. Tampoco la falta de docilidad frente a ciertos actores públicos o la claridad con la que hablaba en medios y foros internacionales. Demasiado independiente, demasiado visible.
A eso se suma el ruido de fondo. Francia quiere liderar la movilidad eléctrica europea, pero también quiere proteger sus intereses nacionales, y en ese equilibrio entre apertura de mercado y control interno, Renault es clave. Cualquier paso en falso, cualquier iniciativa que huela a cesión de poder o pérdida de soberanía, se vigila. En ese clima, un directivo extranjero, con ambiciones propias, se convierte en un riesgo. No es personal. Es estructural.
Por eso no se ha producido una crisis pública ni un despido escandaloso. Al contrario: se ha escrito una salida limpia, con sonrisa de despedida y sin estridencias. Muy correcto todo, pero la decisión de fondo estaba tomada. El Estado francés no improvisa estas jugadas. Cambia de CEO como quien mueve una pieza en el ajedrez: calculando el siguiente movimiento.

¿Y ahora qué?
Con De Meo fuera, se abre un nuevo escenario en Renault. Uno en el que la marca pierde a un líder con visión clara, pero también se libra de un elemento que empezaba a incomodar a quienes realmente mandan. En su lugar llegará alguien menos brillante, probablemente más gris, pero mucho más alineado con las prioridades del momento: obedecer, mantener la estabilidad y no molestar a los centros de poder.
Esto no significa que Renault vaya a ir mal. De hecho, su hoja de ruta ya está trazada. Tiene una estructura más ligera, una gama más coherente, una estrategia de electrificación avanzada y planes bien definidos. Pero sí implica que lo que venga ahora será más previsible, menos ambicioso y más tutelado. Ya no se busca inventar el futuro. Se busca no cometer errores y asegurar la estabilidad francesa.
A medio plazo, la duda es qué pasará con la relación con Nissan, con las alianzas internacionales y con el papel de Renault en un sector que vive entre Bruselas, Pekín y Washington. La voz fuerte que podía negociar con todos ya no está, y eso puede abrir un periodo de transición más vulnerable, aunque silencioso.
Luego está el precedente: ¿qué mensaje se lanza cuando alguien como De Meo, que ha hecho lo que se le pedía, acaba saliendo por la puerta de atrás? Que el poder real no está en la cuenta de resultados. Está en otra parte, y que quien lo desafía, aunque sea sin querer, acaba fuera del tablero.

Un cambio de etapa para algo más que una marca
La salida de Luca de Meo es, en el fondo, una metáfora del momento que vive Europa. Se habla de autonomía estratégica, de relocalizar industrias, de controlar tecnologías clave… y todo eso necesita, además de dinero, control político. En ese clima, los gestores brillantes que se salen del guion duran poco. No importa que cumplan los objetivos. Importa que sean jefes de guerra.
Renault ya no será dirigida por alguien que mire más allá del Hexágono, y ese cambio puede parecer menor, pero tiene consecuencias. Las empresas pierden capacidad para pensar en largo, para explorar alianzas arriesgadas, para innovar en el sentido más profundo. Se vuelven más previsibles, más cómodas. Más materialistas.
El caso de De Meo recuerda, de paso, que los equilibrios entre empresa, Estado y política son frágiles, y que en sectores estratégicos, como el automóvil, la libertad del CEO siempre es condicional. Puede tener margen para gestionar, pero nunca para incomodar. Cuando lo hace, se le invita a marcharse con honores.
Queda por ver si esto es una excepción o un patrón. Si Renault vuelve a tener un líder fuerte, o si entra en una etapa de gestión burocrática y obediente. Lo que está claro es que De Meo ha pagado el precio de su autonomía. Y que, al final, no se fue. Lo fueron.
Jose Manuel Miana
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