Si alguien te dice que una pick-up sin pintar es una joya, lo primero que haces es pensar que se ha dado un golpe en la cabeza o dos. Pero si luego te enseña una Ford F-100 de 1956 con la chapa en crudo, sin una gota de pintura, brillando al sol como un caza de la Segunda Guerra Mundial, ahí es cuando te das cuenta de que a veces la belleza está justo donde no esperabas. Y que el golpe en la cabeza quizá te lo diste tú, por no verla antes.
Esta F-100, modificada con un gusto que roza la escultura industrial, ha pasado por un proceso de restauración poco convencional: se ha mantenido el acero original al aire, con su grano, sus cicatrices y su textura viva, solo protegido con un recubrimiento especial para evitar que el óxido se la coma viva. Nada de brillo postizo, ni de pintura mate buscando parecer dura. Esto es duro y más auténtico que esos acabados “patina” tan de moda.
Como un P-51 Mustang sobre ruedas
La analogía es inevitable: el tono de la carrocería recuerda al fuselaje de los cazas americanos de los años cuarenta. Gris metal con alma, sin florituras, sin floripondios u otras chuminadas. Es un acabado que no busca ocultar nada: cada remache, cada curva del guardabarros, cada línea del capó está a la vista, como si quisiera que la tocaras con la mano para notar la historia que carga encima. No hay pintura que la oculte. Es una F-100 sin complejos.
Esa imagen metálica, sumada al diseño clásico con el parabrisas partido, la parrilla vertical y los faros redondos como los ojos de un bulldog, te lleva de golpe a otra época en que la gasolina era barata y los coches diferentes. Y sin embargo, no hay ni una gota de nostalgia barata en ella. Es una reinterpretación moderna de lo que fue un símbolo americano, pero hecha con la delicadeza del que entiende que menos es más.

Un corazón de purasangre Mustang
Debajo de ese capó, claro, no hay romanticismo: hay músculo. Un Coyote V8 de 5.0 litros, el mismo motor que llevan los Mustang actuales, afinado para sacar más de 460 CV. Nada de carburadores ni mecánicas originales: esto está hecho para correr. El motor va asociado a una caja automática de seis velocidades y todo el tren de rodaje ha sido modernizado para soportar el empuje. Suspensiones de doble brazo, frenos de disco Wilwood en las cuatro ruedas y una dirección que no te dejarte los brazos maniobrando.
Las llantas Detroit Steel Wheels en acabado níquel le dan ese toquecillo industrial que cuadra a la perfección con la carrocería desnuda. Son el contrapunto ideal a los neumáticos BF Goodrich con ese perfil grueso y la silueta old school. No desentonan, no destacan. Simplemente encajan, como si siempre hubieran estado ahí.
De exposición o de asfalto (o ambas)
Puede que esta F-100 esté hecha para llamar la atención, pero no es un coche de salón. Es un coche que se puede conducir y disfrutar, con mecánica moderna y el confort justo para no sufrir. No tiene las asistencias de un pick-up actual, ni falta que le hacen. No es un coche de diario, pero si la sacas por la mañana a pasear, te va a dar más conversación que un Ferrari.
Cuando todo coche va envuelto en plástico brillante y falsos cromados, esta Ford apuesta por mostrar el alma en todos los sentidos posibles. Es imposible no apreciarla. Porque hay algo en ese acero expuesto, sin pretensiones, que te recuerda que el automóvil, cuando se hace con pasión, puede ser arte. O, como en este caso, puede ser una auténtica maravilla de metal sobre ruedas.
Jose Manuel Miana
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