Imagínate por un momento que hubieras nacido en 1900. Sales a la calle y ves pasar tres tipos de coches completamente distintos: unos que van en silencio, pero se quedan sin pilas al poco rato, otros que hacen un ruido infernal y te escupen humo negro en la cara, y otros que van susurrando como fantasmas elegantes, con solo una columnita de vapor bailando por detrás. ¿Cuál crees que habría triunfado? Pues te llevarías una sorpresa.
El mundo del automóvil vivió su gran batalla a principios del siglo XX, y no fue la guerra que nos han contado en la que los maravillosos eléctricos fueron aplastados por la malvada Repsol, no. Eléctricos, gasolina y vapor se peleaban por conquistar las calles, y durante un tiempo que ahora nos parece imposible, el vapor llevó todas las de ganar. No era ninguna broma: el ingeniero checo Josef Božek ya había presentado un coche a vapor que funcionaba de verdad en 1815, y durante décadas esta tecnología pareció la opción más sensata. Era más limpia, más refinada, y más civilizada que sus competidores.
Pero aquí viene lo bueno: entre 1899 y 1905, en Estados Unidos se vendían más coches a vapor que de gasolina. Stanley, Doble, Locomobile… estos nombres hoy nos suenan a ciencia ficción, pero entonces eran los Tesla de su época,no es broma, y las prestaciones tampoco. El Stanley Steamer se marcó un récord mundial de velocidad en 1906 que te dejará con la boca abierta: 205 km/h sobre la arena de Florida. Mientras tanto, los coches de gasolina eran cacharros ruidosos que te dejaban sordo y necesitaban que les dieras a la manivela como si fueras un culturista.
Claro, el vapor tenía su talón de Aquiles: el tiempo de arranque. Imagínate quedar para tomar algo y tener que decir “espérame media hora, que estoy calentando el coche”. Los hermanos Doble lo arreglaron con sus calderas flash que tardaban menos de un minuto, pero ya era tarde. La reputación estaba dañada, y es que en los coches, como en la vida, la primera impresión lo es todo.
El encanto de conducir una nube
Pero quien tuvo la suerte de pillar un coche a vapor de los buenos te contaba algo que sonaba a magia en aquella época, y es que mientras los motores de gasolina vibraban como martillos neumáticos y hacían más ruido que una obra, el vapor te llevaba flotando. Solo se oía un silbido suave, como si el coche te estuviera cantando una nana. Nada de manivelas que te podían romper el brazo, nada de vibraciones que te dejaban los riñones hechos polvo.
La autonomía era para quitarse el sombrero, porque mientras que los coches eléctricos de entonces eran una broma que proporcionaba ochenta kilómetros con suerte y la costumbre de rezar para que no se te acabara la batería en medio de la nada, un Stanley podía hacerse más de trescientos kilómetros sin parar. Eso sí, tenías que estar pendiente del agua como si fuera tu hijo pequeño. Olvidarte de rellenar el depósito era sinónimo de quedarte tirado con cara de tonto en la cuneta.
Conducir a vapor no era como ahora que le das al botón y ya está. Era un ritual. Tenías que conocer tu máquina, hablar con ella, entender sus humores. Vigilar la presión, controlar los niveles, saber cuándo la caldera estaba de buen humor… Era como tener una relación sentimental con tu coche. Pero claro, llegó Ford con su cadena de montaje y su “sube y arranca”, y la gente empezó a ver el vapor como algo de abuelos nostálgicos.
Mientras tú seguías con tu ceremonial de encendido, tu vecino ya había llegado al bar con su Ford T, y eso picaba.

Cuando el vapor se puso a trabajar en serio
El vapor no se rindió sin pelear. Se fue al campo, a trabajar con las manos sucias. Los camiones a vapor eran bestias magníficas que siguieron rodando hasta los años cincuenta, sobre todo en Inglaterra. Sentinel, Foden… hacían máquinas que podían con cualquier cosa. El par motor que sacaban era brutal, y era perfecto para mover toneladas por caminos que más bien parecían trincheras.
Aunque a todos los vehículos motorizados les pusieron trabas absurdas. Las leyes inglesas eran para morirse de risa: tenías que llevar un tío andando delante del vehículo con una bandera roja para avisar de que venías. Como si fueras el heraldo de un rey medieval. Una locura que solo se entiende si piensas que los políticos de entonces tenían tanto miedo a las máquinas como los de ahora a las redes sociales.
También probaron con autobuses urbanos y hasta con aviones de vapor. Los aviones fueron un desastre épico, claro. El vapor y las prisas nunca se han llevado bien, y volar requiere cierta urgencia. El pobre Cugnot ya lo había demostrado en 1769 cuando su carro de artillería se estampó contra una pared en la primera prueba. El vapor empezó tropezando y nunca se recuperó del todo.
Pero la idea no murió. Cuando llegó la crisis del petróleo de los setenta, General Motors se acordó del vapor y se puso a hacer prototipos basados en sus coches normales. Pontiac Grand Prix a vapor, Chevrolet Chevelle a vapor… Sonaba prometedor sobre el papel, pero en la práctica era como intentar resucitar a un muerto: caro, complicado y demasiado tarde.
El último suspiro checo
La historia más curiosa llegó en los noventa. Škoda, recién comprada por Volkswagen y con ganas de demostrar que podía ser algo más que la marca de coches funcionales del Este, se marcó un experimento fascinante. En 1996 pusieron en marcha un proyecto con todas las de la ley: un motor a vapor de tres cilindros que parecía sacado de una película de ciencia ficción.
Los números eran para quitarse el sombrero: 220 caballos, 500 Nm de par y solo 120 kilos de peso en un motor que llegaba a temperatura operativa en 30 segundos, cuando los antiguos Stanley te tenían media hora esperando. Los ingenieros Herbert Clements y Michael Hoetger habían conseguido algo que sonaba imposible: un motor a vapor moderno, potente y rápido.
Lo montaron en un Fabia Combi y se pusieron a hacer pruebas en circuito cerrado. El bicho funcionaba, y funcionaba bien. Pero entonces llegó el momento de la verdad: las encuestas a consumidores, y ahí se torció todo. La gente seguía asociando el vapor con las locomotoras del siglo XIX, no con el futuro del automóvil. Por mucho que les expliques que tienes 220 caballos silenciosos y limpios, si el público no se lo cree, no hay nada que hacer.
Para entonces el mundo ya había elegido bando, y el vapor se había quedado como esas tecnologías brillantes que llegan demasiado tarde a la fiesta.
Pero fíjate en lo irónico: ahora que los eléctricos vuelven a la carga más por obligación que por ganas, recordamos que hubo un tiempo en que el futuro del coche no estaba escrito. El vapor tenía todas las papeletas para ganar, y las perdió por cosas que hoy nos parecen tonterías: el tiempo de arranque, la percepción, la comodidad.
Los pocos frikis que han tenido la suerte de conducir un coche a vapor de los buenos hablan de una experiencia casi mística que nada tiene que ver con un motor moderno. Es como flotar sobre el asfalto con la elegancia de una época en que los coches eran cosa de señorones y “chaufferes” con mano para las calderas. Si te atreves, puedes encontrar aún espectáculos en los que sacan a pasear estas joyas sobre ruedas.
Jose Manuel Miana
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