En uno de mis anteriores trabajos, con mi equipo, viajamos de una punta a la otra en tiempo inusitado, y eso incluyendo atravesar la caótica ciudad de Buenos Aires. “Mientras tenga cuatro ruedas y me lleve a destino, más que suficiente”, recuerdo que sentenció el compañero que manejaba, en aquella ocasión, un Fiat Uno gris. Su Fiat Uno. Cuando nos quisimos acordar, ya estábamos dando vueltas en Parque Independencia, en Rosario, provincia de Santa Fe. Claramente, no fue esa una experiencia en la que se pudiera disfrutar demasiado del viaje. El amigo Martín parecía desatado, en una carrera contra el tiempo, contra nadie más.
Al menos, esa mañana había un objetivo por cumplir: precisamente, llegar a tiempo. Más insólito me resultaba viajar en el asiento trasero de otro compañero de otro trabajo años más tarde. El amigo Mariano conducía como si estuviera llegando tarde todo el tiempo, cuando en realidad lo que ocurría era que él vivía a las apuradas, sin motivo ni justificación alguna. Y eso lo trasladaba al manejo de su coche, que no recuerdo cuál era.
La dualidad que se desprende del ejercicio de la conducción es maravillosa. El vehículo como una herramienta para llegar a destino, a veces un destino concreto y otras uno definitivamente distorsionado. Una herramienta que en ocasiones como el ejemplo del párrafo inicial se vuelve un objeto con sentido –sin dejar de considerar los riesgos– y que en ocasiones como el otro ejemplo se transforma en un recurso incomprendido. Pero no me refiero a la diferencia entre ambos casos cuando hablo de dualidad. Sino de la doble función que cumple: un transporte para llegar a destino o simplemente un vehículo para el disfrute del viaje en sí mismo.
Destino o viaje. Destino y viaje. Esa es la cuestión. Ambos son válidos y complementarios. En diferentes porcentajes, experimentamos ambos cada vez que tomamos el volante. ¿Cuántas veces nos hemos subido y hemos manejado como en piloto automático, absolutamente naturalizados, apartados de la felicidad intrínseca que nos ofrece el automóvil? ¿Cuántas veces, por el contrario, nos subimos con un destino por cumplir, pero exprimiendo al máximo cada minuto del recorrido, yendo sin prisa pero sin pausa?
Por momentos, es tanto el caos vehicular que se vive a diario en las zonas y horarios más neurálgicos que acceder a esa forma del manejo dual se vuelve un privilegio. Pero ese privilegio, ese comportamiento, no es exclusivo de los humanos y un experimento científico reciente lo ha comprobado. Para las ratas de laboratorio, ahora las recompensas se han tornado un destino al cual llegar, pero dirigiéndose hacia él atendiendo, precisamente, ese sin prisa pero sin pausa.
Resulta que el departamento de Robótica de la Universidad de Richmond ha construido un coche a pequeña escala para llevar a cabo un estudio de anticipación, entendiendo por anticipación en el ámbito de la neurociencia a la certeza en el animal de que va a tener una recompensa, lo que lo lleva a aumentar el entusiasmo por realizar las actividades necesarias para conseguirla. En este experimento, el entusiasmo demostrado por las ratas ha sido teledirigido a ese pequeño coche en el que la carrocería era un frasco de cereales movido por cuatro ruedas con resistentes neumáticos, conectado a un sistema práctico y sofisticado con dirección y acelerador.
La recompensa siempre fue el cereal, pero a medida que las ratas aumentaban su entusiasmo por conducir el coche, la anticipación se incrementaba y la capacidad del manejo de los roedores se iba perfeccionando. En una de las etapas, de hecho, dos de las tres ratas eligieron ir a por la recompensa por el camino más largo en el vehículo en lugar de llegar a ella por el camino más rápido a pie. Entre otras cosas, este experimento demostró cómo el objetivo, ese destino simbolizado en el cereal, fue quedando cada vez más relegado, mientras el viaje hacia el fue abarcando la mayor cantidad del tiempo y convirtiéndose en un nuevo objetivo, motivado por la felicidad de tamaño descubrimiento. Sin dudas, una pequeña lección, a pequeña escala.
Mauro Blanco
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