El Rolls-Royce Silver Spur era, por definirlo de alguna manera, el sedán de tamaño medio del mítico fabricante británico. Por debajo estaba el Silver Spirit, básicamente el mismo coche pero con menos longitud –100 milímetros más corto– y por encima, estaba el imperturbable Rolls-Royce Phantom VI, la máxima expresión de lo que debe ser un Rolls-Royce.
Corrían los años 80 y Rolls-Royce mantenía, como siempre, su posición de máximo lujo en la industria del automóvil. El ego que tenían en la marca, les permitía el lujo de poner un coche en el mercado y no comunicar la potencia que desarrollaba el propulsor, decían que era “la suficiente”. ¿La suficiente para qué? ¿Para mover los más de 2.000 kilos que pesaban sus coches? Pues sí, era suficiente para eso, aunque no para lograr prestaciones escandalosas como anuncian desde que BMW se hizo con el control de la compañía.
A simple vista, el Rolls-Royce Silver Spur era imponente, grande, muy largo –5.370 milímetros– y absolutamente señorial. Su imagen era extremadamente clásica y dejaba a las claras, que se estaba delante de un automóvil superlativo, que su dueño era una persona muy adinerada. En la década de los 80, época en la que se puso en circulación el Silver Spur, todavía se hacía uso de líneas muy rectas y ángulos de 90 grados en los diseños de Rolls-Royce, aunque se redondearon ligeramente las esquinas para mejorar un poco la aerodinámica.
No obstante, Rolls-Royce no jugaba la baza de la aerodinámica como los demás, un propietario de un Rolls no se preocupa del consumo que pueda tener el motor, en realidad, la marca lo que buscaba era mejorar el confort del habitáculo con la eliminación de los ruidos que provocaba el aire. Obviamente, si se hubiera trabajado sobre la calandra del radiador, se habrían logrado mejores resultados, aunque tampoco era un problema. El habitáculo del Silver Spur no solo estaba repleto de materiales nobles y de primerísima calidad, también contaba con una insonorización muy superior a cualquier otro coche con el que se quiera comparar.
Cualquier Rolls-Royce se diseña para agasajar a sus ocupantes con un confort y un ambiente interior superlativo, las prestaciones no son importantes
Los Rolls-Royce, y sobre todo aquellos modelos de cuatro puertas y una batalla como la del Silver Spur –3.160 milímetros–, estaban pensados para que el propietario disfrutara de las plazas traseras. Por eso, ponerse a los mandos de un Rolls-Royce Silver Spur sorprendía, entre otras cosas, por la presencia de un volante que no cuadraba con la presentación general. Era un volante de pasta, sin tapizar –se podía pedir tapizado–, de aro muy fino y gran diámetro, que tenía nada menos que 3,75 vueltas entre topes.
De todas formas, quien se ponía al volante tenía para su disfrute un V8 atmosférico de 6.750 centímetros cúbicos con un solo árbol de legar central accionado por piñones y un sistema de inyección Bosch K-Jetronic, que rendía una “potencia suficiente”. Dicho propulsor se combinaba con un caja de cambios automática de tres relaciones con unos desarrollos muy llamativos. La primera era de 16,9 km/h a 1.000 revoluciones, la segunda de 28,1 km/h y la tercera de 42,2 km/h a 1.000 revoluciones. El salto entre segunda y tercera era descomunal.
El peso rozaba los 2.300 kilos y no era un coche que se pueda considerar muy prestacional, a pesar de tener un motor enorme. La velocidad máxima rondaba los 193 km/h, el 0 a 100 km/h lo hacía en 10,5 segundos, los 400 metros con salida parada en 17,8 segundos y los 1.000 metros en 33 segundos. Gastaba casi 26 litros a los 100 kilómetros en ciudad y en carretera, a 140 km/h, se bebía 20 litros cada 100 kilómetros.
Todo era muy exagerado, todo; el confort de marcha era superlativo, la suavidad de todos sus mandos –salvo freno, por cierto– estaba a un nivel muy superior al resto de coches del mercado y su precio podía superar los 20.000.000 de pesetas, 120.202 euros de los años 80, algo más de 400.000 euros si añadimos la subida del IPC desde entonces.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS