Pocas generaciones de coches representaron tanto a la cultura norteamericana como los extensos coupé de inicios de la década del ‘70. Me interesa este momento de la historia y la corriente de un estilo bien definido en modelos que se manifestaban por las calles como una forma de vida. Automóviles dos puertas que reunían condiciones no necesariamente complementarias en un mismo vehículo. Lujo con deportividad en un concepto de diseño autóctono de los Estados Unidos. ¿El pináculo de los hardtop?
El coupé DeVille de Cadillac, vaya que fue todo un exponente de época para los de las amplias batallas. De la familia de los muscle cars, no descubro nada cuando afirmo que el Impala de Chevrolet fue una institución. Para ambos casos cabía el común denominador de aquellos años de la configuración mecánica de los ocho cilindros en V, así también como para otro contemporáneo que, en tiempos de transición hacia tamaños más compactos, redoblaba la apuesta y agregaba a su modelo de serie una versión todavía más deportiva.
Más deportiva no sólo por el hecho de llevar motores V8 de altas potencias debajo de las protuberancias del capó, sustituidas éstas para su segundo año por una delgada moldura central longitudinal, lo que le daba al coche una estética frontal diferente, pero no menos agresiva. Y si así lo fuere, pues lejos de ser un problema para el Plymouth Sport Fury GT, al que no por nada se lo promocionaba como superdeportivo ejecutivo y, como tal, combinaba el lujo de su faceta original con el mayor alto rendimiento jamás visto en su ciclo de producción.
Pero quiero aquí ir más allá de los 350 caballos del V8 Commando de serie y de los 390 caballos del V8 Six Barell opcional –cifras que daban cuenta de un coupé que por su condición de muscle car completo no era demasiado poderoso frente a otros compactos, pero sí considerando el segmento al que pertenecía–. No todos los días se ve un techo rígido de características premium reinterpretado hacia un automóvil cuya apariencia exterior, por qué no, lograba opacar el lujo que identificaba al interior del Sport Fury –y eso que al asiento delantero único de serie le agregaba los individuales opcionales separados por una consola central que se robaba las miradas de tanto que ocupaba y por su acabado en madera–. Plymouth lo hizo posible y nos entregó, me atrevería a afirmar, lo que fue toda una rareza.
Aunque, insisto, su carrocería jamás renunció a su estatus, sólo que a su refinada línea –a mi entender, una caída del techo hacia el maletero superior a la de rivales de mercado como la del propio Impala, incluyendo una luneta más sofisticada– le aportó ruedas más anchas, neumáticos con insignias blancas en contraste y el detalle de unas franjas laterales con las siglas GT para la ocasión.
El Sport Fury GT fue potencia y lujo americano, pero fue sobre todo la determinación de Plymouth de experimentar con ese robusto y tan célebre concepto de diseño, el de los largos voladizos, el de los bajos pasos de ruedas traseros que marcaron a toda una generación.
Redaccion
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