Una primera respuesta a la pregunta que titula esta entrega sería la siguiente: si un motor atmosférico es especial por más tradicional que sea, es, para empezar, porque va camino a la nostalgia colectiva. Ya la transita, de hecho, en las generaciones más viejas, las que lo han vivido como opción absoluta en tiempos en que el turbo no existía o su boom –inicio de la década de los ochenta– no se había producido todavía.
No se puede negar que el hecho de que estén en peligro de extinción fortalece una mística de los motores de aspiración natural que es intrínseca, pero que irá en aumento con el correr de los años. Si hace 45 años empezaron a perder terreno por la expandieron de la sobrealimentación como solución al consumo y la reducción de emisiones, en este contexto de electrificación y depuración de su amiga más fiel –la gasolina– los motores atmosféricos pasarán de la masividad al desuso, de los coches generalistas a los nichos.
La magia sin turbo se esconde en lo material, en lo funcional, en las bondades que le da a un coche por no requerir de presión externa y, por lo tanto, a nuestro presupuesto. Si hay un sobreviviente a esta era de transición, ese es el turbo gracias al downsizing –es decir, motores con cilindradas reducidas para mayores rendimientos de combustible y bajas emisiones–, pero contar con motor atmosférico significa, por tradición, pregonar la máxima menos es más: al no necesitar de equipamientos propios de la sobrealimentación –el intercooler, por ejemplo–, su elección equivale a optimizar costes de producción y a evitar reparaciones y mantenimientos de componentes que no requiere.
Ahora bien, también radica en lo sensorial: en las ventajas de su conducción –con ellos se obtiene una potencia más lineal y constante a lo largo de todo el rango de revoluciones, en especial en las más velocidades superiores y a rangos de entre 5.000 y 6.000 rpm, un ideal para experimentarlo–, en el sonido –su música, sepan disculpar– y en la técnica: por su respuesta inmediata a la aceleración, siempre será la primera recomendación, frente al retraso conocido como turbo lag, ese efecto de patada que caracteriza a los motores sobrealimentados.
Esa técnica los hace especiales más que muchas de sus cualidades y los llevó a ser el juguete predilecto de los vehículos de cilindradas grandes y hasta enormes, algunas de las cuales ya estamos extrañando. Hay excepciones como el HEMI V8 6.2 Supercharged de Chrysler –¿Puede volver?–, pero los atmosféricos vaya si nos han dejado motores para enmarcar. En los libros de antología no pueden faltar los seis cilindros 3.2 de los BMW M3, los V8 del Corvette, los V10 del Lexus LFA y del Porsche Carrera GT, el M156 de Mercedes-Benz –mejor conocido como AMG 63–, el F140 que hizo historia en el Ferrari Enzo y sembró un legado de dos décadas, y contando…
La magia sin turbo se esconde en lo funcional, en lo sensorial y, como su nombre indica, en la naturaleza. Un motor atmosférico es especial porque, ante todo, no necesita más que el aire que entra del exterior al coche para producir la mezcla y la compresión en los cilindros junto al combustible. Que nos resulte una obviedad no significa que por esa simple ecuación no debamos considerarlo uno de los grandes inventos en la historia de la industria.
Mauro Blanco
Veo arte en los coches y en sus diseños una potencia que va más allá de las cifras. Ex conductor de Renault 12 rojo modelo 1995 de épicos e imprevisibles episodios, al que recuerdo por la hostilidad de su volante, pero, sobre todo, por nunca haberme dejado en el camino.COMENTARIOS