La Historia en ocasiones es cíclica, y esto no es nada nuevo, ya lo decían los textos antiguos hablando de las vacas flacas y vacas gordas. Acontecimientos pasados pueden ayudarnos a vaticinar o imaginar cómo podría ser un futuro cercano, ya que la certeza sobre lo que pasará no la tiene nadie; tampoco un servidor. Dejaré volar mi imaginación durante unos párrafos, y os invito a seguirme.
Pasan muchas cosas en una década. De 1920 a 1930 se pasó de un consumismo y optimismo enorme -tras superar la PGM y la gripe “española”- a un cataclismo económico y el auge de los totalitarismos. Todo lo que no quedó solucionado anteriormente sentó las bases de un desastre posterior conocido como Segunda Guerra Mundial. Pasó algo similar con la década anterior, la de 2020 a 2030, en la que el mundo entero acabó despertando y cambió profundamente.
El estallido de la pandemia de COVID-19 tuvo su influjo en las sociedades, las economías, las escalas de valores, las relaciones humanas, el comercio, la política… hasta la moda. Poco se libró de su efecto. Los años anteriores a las vacunaciones masivas fueron especialmente duros, la contracción económica llevó a la gente a consumir de forma más responsable, a fijarse menos en lo más novedoso y a preocuparse más por la durabilidad o la reparabilidad.
Las naciones tardaron en levantarse. Activado el freno de emergencia sobre el consumismo voraz y la cultura de la obsolescencia, también hubo que destinar muchos recursos a sostener a la población que había perdido sus ingresos y modos de vida en aras de evitar hambrunas, estallidos de violencia y un clima social irrespirable. Nos volvimos a acostumbrar a ser más felices con lo que teníamos, y en parte nos encerramos en nosotros mismos.
En las ciudades empezó a disminuir la población. Los más mayores nos fueron dejando por enfermedad o vejez, y como no nacieron suficientes como para reemplazarlos, los números fueron menguando. El teletrabajo cambió muchas cosas, ya que cientos de miles de personas empezaron a establecerse donde realmente querían vivir y eso afectó a todos los negocios que dependían de los trabajadores presenciales en lugares concentrados. Sobraba gente y se fue repartiendo.
La España vaciada se fue recuperando lenta pero inexorablemente. Surgieron nuevas oportunidades de negocio, como el turismo de interior, la producción de combustibles sintéticos, el auge del hidrógeno, una leve reindustrialización que siguió a la desconfianza en los mercados mundiales y costes cada vez mayores del transporte… Y pobladores con mayor poder adquisitivo que teletrabajaban o no necesitaban contacto con el cliente empezaron a demandar productos, bienes y servicios. Nada nuevo por aquí.
Además, las ciudades resultaron poco atractivas debido a los sucesivos confinamientos, aunque fuesen de semanas, donde la gente se sentía más encerrada y sola que nunca, y vivir seguía siendo caro. El tráfico se fue pacificando en las grandes urbes, menos vehículos, y progresivamente más silenciosos. Los eléctricos fueron reemplazando a los térmicos. Estos no eran bienvenidos y muchos siguieron dando servicios en pequeñas y medianas poblaciones.
Dado que los vehículos nuevos eran cada vez más caros, afloró un movimiento para alargar la vida útil de los existentes, donde los buenos mecánicos nunca tuvieron falta de trabajo, y las mejoras tecnológicas permitieron más años de servicio pero con dignidad. Exactamente igual como pasó en la aviación: mantenimiento estricto, actualizaciones tecnológicas, y vidas útiles de 30 o 40 años sin problemas.
Los niños y los jóvenes que vivieron tantos encierros, escolarización semipresencial y vida social fundamentalmente por pantallas, cuando crecieron un poco descubrieron los parabienes de la “vida analógica”. Esa de viajar por carretera, de tener experiencias con sus propios ojos, de mayor comunión con la naturaleza. Los viejos coches, muy baratos, les ayudaron a recuperar la libertad de la que habían disfrutado sus padres y sus abuelos. Con el tiempo las redes sociales se habían convertido en todos los días lo mismo, una y otra vez. Vidas irreales o ajenas.
A fin de cuentas el turismo internacional no había vuelto a ser igual. Habían quebrado tantas aerolíneas que hasta las de “bajo coste” racionalizaron sus ofertas; además de eso, los impuestos ambientales de nueva creación acabaron con los vuelos internacionales a precio de billete de autobús. Durante años hubo bastantes reservas a los viajes lejanos, no solo por no tener para lujos, también por el miedo a los rebrotes.
Los movimientos ecologistas acabaron calando y las administraciones públicas empezaron a tomar decisiones sensatas. Los combustibles sintéticos, que podían hacerse en cualquier lado donde hubiese agua, viento y luz solar, hicieron que los térmicos no fuesen tan tan malos y que se notase menos el declive del petróleo de toda la vida. Y cuando las mecánicas decían basta, utilizando motores y baterías reacondicionados de los coches eléctricos de primera generación, se dio una segunda vida a muchos preclásicos -y clásicos también-.
Además, la siniestralidad en las carreteras había bajado considerablemente según se fueron masificando los asistentes a la conducción y los primeros vehículos autónomos. Tampoco habían vuelto los volúmenes de tráfico de ir y venir antes de la pandemia en los mismos lugares, se repartieron mucho más. Además, empezaron a aparecer matrículas de países europeos en los rincones más insospechados de la piel de toro.
Ya que los vuelos baratos se terminaron, los coches eléctricos permitieron ir muy lejos con el mismo dinero, solo que tardando más tiempo y haciendo más altos en el camino. Como se hacía antes de que cualquiera pudiese volar cuando quisiera. Terminando la década era posible recargar en prácticamente cualquier sitio: viejas gasolineras, restaurantes de carretera, comercios… La ansiedad por la autonomía quedó en el recuerdo, incluso para esos vetustos Leaf o Fluence ZE con matrículas de los primeros años 2010 que no hacían más de 80 kilómetros sin ponerles baterías nuevas.
En los países de nuestro entorno ocurría algo similar. Ese turismo de “baja velocidad” ayudó a la recuperación de todo el mundo rural en Europa. Los visitantes se preocupaban más de conocer los lugares por los que pasaban en vez de buscar las mismas fotos que tenían los demá, y al final apenas conocer los sitios a los que viajaban. Todo se había empezado a repartir a lo largo y a lo ancho.
Por otra parte, los españoles de mediana edad, con mucho esfuerzo, fueron recuperando el poder de tener una segunda residencia o acabaron heredándolas. Como había más casas que personas para ocuparlas, volvieron a ser muy asequibles. Los lugares menos deseables para vivir acabaron degradándose y barrios enteros fueron demolidos para construir parques, espacios para hacer deporte y pasear.
También ocurrió que se redujo la marginalidad, el pánico al dinero en metálico y los avances tecnológicos propiciaron que casi todo se hiciese ya con dinero electrónico. Pocos comercios aceptaban ya monedas y billetes, así que la economía sumergida fue reduciéndose rápidamente. Con lo cómodo que se volvió todo pasando el móvil por encima de un lector de cobro o acercando la pulsera o reloj.
Los más ancianos del lugar contemplaban cómo las aguas habían vuelto a su cauce después de décadas. Los nacidos en los 40, 50 y 60 de la década pasada veían para su satisfacción que el modo de vida que ellos conocieron de niños se volvía a establecer poco a poco, salvando las distancias impuestas por la tecnología, claro. Pueblos con gente, economías de proximidad, movimiento en las carreteras más estables, etc. Y las ciudades estaban menos masificadas de propios y de extraños.
Eso sí, se notaban más las cicatrices del cambio climático en todos los sentidos. Inviernos menos fríos, veranos más largos, y un uso más racionalizado de los recursos por pura necesidad. El retorno de tantos ingenieros y profesionales del extranjero a sus tierras natales propició toda clase de adelantos para aprovechar más lo que se podía conseguir de la naturaleza y a aminorar los efectos negativos del calentamiento ese en el que pocos creían solo unos años atrás.
Sí, seguía habiendo gente que visitó muchos países, conoció culturas y compraba muy a menudo lo último que salía, pero ya no eran tantos. Eran comportamientos más asociados a las personas con mayor poder adquisitivo. Así era antes también. Y aunque ya habíamos pisado la superficie de Marte, faltaba aún tiempo para que eso significase un impacto real en la vida de la gente.
En los felices años 2030 se miraba con estupefacción, ya pasados los años, analizando el estilo de vida de los primeros 20 años de los 2000. La humanidad, en general, vivía como si no hubiese límites ni techos. Vidas de usar y tirar, insostenibles, centradas en las satisfacciones instantáneas y no en el disfrute a medio y largo plazo. Y todo el que ha leído esto ha sido partícipe en mayor o menor medida.
De esta visión puede que se cumplan algunas cosas, y otras simplemente me gustaría que se acabasen cumpliendo. Estamos ante una de las mayores incertidumbres a las que haremos frente a lo largo de nuestras vidas. Salvo todos aquellos que son tan pequeñitos como para entenderlo, a todos nos pasará factura. La pregunta es si, cuando nos recuperemos, será para bien, o volveremos a cómo estábamos el año pasado, pero con todo más moderno y más fácilmente obsoleto.
Javier Costas
Me gustan los coches desde que tengo uso de razón (o antes). Tras haber conducido más de 400 coches aquí sigo, divulgando y aprendiendo a partes iguales sobre las cuatro ruedas. Vosotros habéis hecho que se convierta en mi pasión.Espero que la realidad se acabe aproximando a tu visión. La otra alternativa no es nada halagüeña: una dictadura de borregos controlados electrónicamente, golpeada por las pandemias, la inadaptación social y las calamidades causadas por el calentamiento.
Gracias por el artículo.
Deberían montar unos separadores de rueda para ganar estabilidad y ancho de vía suficiente. Además de quedar mas bonitos y elegantes.
¿Puedes ser un poco más concreto?
Al hilo del artículo, no sé exactamente a qué te refieres. Pero en cualquier caso es desaconsejable montar separadores en las ruedas: te cargas todos los ángulos y cálculos de los ingenieros que diseñaron el coche. El resultado estético puede ser mejor, pero empeoras la suspensión.