La ciencia y los coches rápidos, los penes pequeños y las cigüeñas

La ciencia y los coches rápidos, los penes pequeños y las cigüeñas

Un estudio de psicología experimental vuelve a relacionar el tamaño del paquete con el coche que se desea conducir


Tiempo de lectura: 7 min.

Una relación estadística no tiene por qué implicar necesariamente una relación causal. Una información sensacionalista sí suele conllevar un mayor impacto, más clics, más repercusión y todo lo que viene detrás. Con estas dos realidades presentes, hoy nos hacemos eco de uno de esos estudios que, más allá de que podamos o no tomar sus conclusiones como certezas, desde luego no podremos evitar clicar al leer el titular… ni tampoco comentarlo con cierto placer después en la barra de un bar. Siempre que no hayamos posado sobre ella las llaves de nuestro superdeportivo, claro.

Desde la University College de Londres llega uno de esos estudios pretendidamente científicos que se postulan como firmes candidatos para resultar ganadores en la próxima edición de los premios Ig Nobel. En este caso, Daniel C. Richardson, Joseph T. Devlin y John S. Hogan, miembros del departamento de psicología experimental de la citada institución educativa, firman un artículo académico denominado Penes pequeños y coches rápidos: evidencia de una relación psicológica.

Pese a que estamos tentados a entender que este estudio certifica el tradicional estereotipo, tan extendido, que afirma que los propietarios de coches deportivos tratan de compensar con estos automóviles su falta de autoestima derivada de un paquete de tamaño reducido, debemos ceñirnos al hallazgo tal y como se describe en el artículo que expone los resultados del estudio. Así, tomado con literalidad, lo que estos tres miembros de la comunidad académica han conseguido demostrar es que el deseo de poseer un automóvil deportivo se incrementa cuando los individuos son manipulados para creer que el tamaño de sus penes está por debajo de la media, y que este efecto aumenta proporcionalmente con la edad. Ya es menos interesante, ¿verdad?

Claro que queremos vuestros clics, pero no a cualquier precio. No te vayas todavía, que nos ponemos serios más abajo

Lamborghini Countach, Alexandre Mea y Stephan Winkelmann 01

En casos como este, es mejor ponerse de lado, para no confirmar ni desmentir

El sensacional encanto de las ciencias sociales

Desde una perspectiva personal —no es lo que estás pensando—, recuerdo cuando, en una de las asignaturas de mi último año en la universidad, uno de mis profesores mencionó un artículo académico que había sido capaz de demostrar, supuestamente, que en efecto las cigüeñas traían consigo a los recién nacidos —humanos, se me entienda—. Se refería a un estudio —que puedes leer aquí— que ponía de manifiesto la existencia de una correlación estadística clara entre el índice de natalidad y la población de esta ave en diferentes países europeos, y ejemplifica a la perfección la noción de relación espuria en las ciencias sociales. Esta se da cuando puede establecerse una relación de carácter puramente matemático entre dos variables, pero que, al mismo tiempo, carece de toda lógica.

Lo que aquel artículo demostraba, en realidad, era la posibilidad de revestir con aspecto de verdad empírica casi cualquier creencia irracional. Existen muchos otros ejemplos con resultados igualmente llamativos, pero que adolecen de la misma falta de rigor científico que este llamativo estudio. En ocasiones, son intereses económicos o empresariales los que están detrás de este tipo de publicaciones, como se podría entender en este estudio que relaciona las capacidades cognitivas de los ciudadanos de determinadas nacionalidades y el consumo medio de chocolate en dicho país; otras veces, los intereses políticos, con intención de obtener beneficios electorales, también llevan a la publicación de determinadas conclusiones, basadas solamente en correlaciones estadísticas —incluso manipuladas—, para refrendar afirmaciones que no pasan de ser, como mucho, ejemplos de vox pópuli.

En otros casos, las motivaciones reales pueden estar más escondidas, dejando de lado el evidente afán de notoriedad, cuando no se trata de ejemplos puramente humorísticos —aquí tenéis una divertida lista—, entre los que podríamos clasificar, no nos engañemos, este que hoy nos ocupa de la University College de Londres. También existen estudios cuyas conclusiones casi parece que solo pueden achacarse a la incompetencia de quienes los han llevado a cabo, como aquella vez en la que se relacionó el consumo de tabaco con la reducción de las probabilidades de contraer COVID-19.

Dame un gráfico lo suficientemente persuasivo y moveré el mundo, decía aquel

Bugatti Chiron y Sascha Doering 01

El tamaño importa… el de la muestra, digo

Más allá del tema de las relaciones e intereses espurios, otro de los aspectos importantes a la hora de diseñar un estudio sociológico consiste en un llevar a cabo una selección apropiada de la muestra que la haga representativa de la población a estudiar. Y no parece que los 200 individuos que formaron parte de este estudio, sobre cuya selección apenas tenemos datos —más allá de que todos ellos comparten lengua materna y que son mayores de edad—, puedan ofrecer una base fiable para establecer cualquier afirmación extrapolable al total de humanos provistos de pene que pueblan el globo. La inexistencia de grupos o variables de control —para limitar los efectos distorsionadores derivados de la multicausalidad, es decir, la posible influencia de variables que no se han tenido en cuenta— son otros factores que nos obligan a desconfiar de su metodología.

Que este estereotipo sea cierto o no es algo que aún está por demostrar, aunque está claro que verdad y estereotipo recorrerán siempre caminos paralelos, nunca se van a encontrar por mucho que se los pretenda relacionar. Y, seamos realistas, parece que será complicado que en algún momento se pueda llevar a cabo cualquier tipo de análisis cuantitativo que permita establecer una relación fehaciente, indiscutiblemente causal y no solo estadística, entre el tamaño del pene de los individuos —de ellos, de elles o de lo que sea— y el coche que conducen. Por un lado, porque es prácticamente imposible que los participantes en un estudio de este tipo contesten de forma sincera cuando se vean interpelados sobre el tamaño de su miembro viril. Por otro, será también difícil encontrar una cantidad suficiente de propietarios de modelos de Lamborghini, Ferrari, Bugatti, etc. que estén dispuestos a ser examinados físicamente para refrendar o refutar esta teoría.

BMW M3 Danny D

En su descargo, cabe apuntar que, en la parte final del artículo, los propios firmantes del estudio ponen de manifiesto las limitaciones que este presenta. Ellos mismos apuntan la posibilidad de que si se hubieran centrado en otros aspectos tradicionalmente vinculados con la autoestima de los individuos —como inteligencia o estatus social—, habrían podido obtener resultados equivalentes. Pero claro, si hubieran empezado por ahí, su trabajo no habría generado la misma repercusión, de eso no hay duda.

Y es que, bajo mi punto de vista, existen muchos otros campos de la sociología o de la psicología experimental en los que invertir tiempo y dinero antes de abordar estupideces tan soberanas como esta —o esta otra que pretende relacionar el cociente intelectual con qué automóvil se conduce, que al menos no procede de un centro universitario—. Además, la autoestima masculina, que seguramente esté relacionada —no solo estadísticamente— con el coche que se posee o se desea, la casa en la que se vive o el reloj que se porta en la muñeca, parece una cuestión muchísimo más compleja que simplemente una consecuencia del volumen del paquete. Más incluso a día de hoy, cuando todos estos temas están elevados a la potencia i, propia de esta era de Instagram. En fin, que gracias por tu clic.

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Sobre mí

David García

No conozco sensación mejor que la de un volante en las manos. Disfruto también con ellas sobre el teclado, escribiendo ahora para vosotros algo parecido a aquello que yo buscaba en los quioscos cuando era un guaje.

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