El diésel estuvo asociado a furgonetas de reparto, taxis batalleros y utilitarios pensados para durar sin demasiados lujos durante décadas. Era el combustible del pueblo trabajador, no el de los salones con moqueta y madera noble. Sin embargo, a finales de los noventa, algo empezó a cambiar. Las marcas alemanas, encabezadas por Mercedes, BMW y Audi, comenzaron a colar motores diésel en coches de representación usando motivos técnicos que no eran simples excusas de consumo.
Fue Mercedes quien dio el primer paso serio con sus turbodiésel de seis cilindros, que en algunos casos ofrecían una entrega de par comparable a sus homólogos de gasolina. BMW respondió con los 525tds y 730d, que sorprendían por lo redondo de su empuje en autopista. Audi, más tarde, perfeccionó el V6 TDI y lo extendió por toda su gama como si el gasóleo fuese un símbolo de modernidad. En menos de una década, lo que antes habría sido un sacrilegio se convirtió en una decisión perfectamente lógica para buena parte del mercado europeo.
Por supuesto, esto no fue solo una cuestión de ingeniería. Hubo detrás un cambio de mentalidad, ayudado por normativas que premiaban las bajas emisiones de CO₂ y por unos precios del carburante que favorecían al diésel en cada repostaje. Era el coche de lujo para los compradores sensatos, el que comprabas si te importaban los números tanto como los emblemas cromados del capó. Muchos directivos dejaron de lado el motor de gasolina por uno de gasóleo sin sentirse traidores a su estatus.
Entonces, llegó el verdadero giro: los SUV premium. Allí fue donde el diésel encontró su trono, porque mover dos toneladas con aplomo y sin consumir como un V8 era una ecuación que cuadraba a la perfección. Desde los primeros X5 3.0d hasta los Cayenne turbodiésel, la fórmula se repitió hasta el hartazgo, hasta que todo se torció.

La tormenta perfecta: eficiencia, autonomía y cifras de par
A nivel técnico, el motor diésel ofrecía varias ventajas que se adaptaban como un guante a los hábitos de los conductores de coches de gama alta. Para empezar, el par motor abundante desde bajas revoluciones, que permitía aceleraciones sin esfuerzo y adelantamientos fulgurantes en autopista. Esto, unido a la capacidad de recorrer más de mil kilómetros con un solo depósito, resultaba difícil de igualar para un motor de gasolina atmosférico convencional.
Además, las mecánicas diésel de última generación estaban alcanzando cifras de potencia más que respetables. El V10 TDI de Volkswagen, por ejemplo, que llegó a montar el Touareg, era una barbaridad de motor con más de 750 Nm de par. Y no era una excepción: los V6 y V8 diésel proliferaban por la gama alta, acompañados de sistemas de inyección directa, turbos de geometría variable y cambios automáticos cada vez más eficaces.
Estas mecánicas ofrecían además un comportamiento muy apropiado para el tipo de uso que suele hacerse de una berlina o un SUV de lujo, es decir: largas distancias, velocidad de crucero elevada, y respuesta inmediata sin necesidad de apurar las marchas. Eran coches pensados para comerse Europa entera sin sudar, y lo hacían con consumos que, en muchos casos, bajaban de los siete litros a los cien kilómetros.
El remate lo ponía la fiscalidad. Muchos países europeos premiaban el bajo nivel de emisiones de CO₂, y ahí el diésel tenía una fuerte ventaja frente a sus rivales de gasolina, aunque fuese a costa de emitir más óxidos de nitrógeno. No era raro ver flotas enteras de coches de empresa de alta gama funcionando con gasóleo. Las marcas lo sabían, y no dudaban en invertir en la mejora de estos motores, sabiendo que detrás había negocio.

En ese contexto, la decisión de apostar por el diésel no parecía arriesgada, sino casi inevitable. Era lo que el mercado pedía, lo que la política incentivaba y lo que la tecnología permitía, pero nadie imaginaba el golpe que estaba por venir.
Dieselgate: el escándalo que arrasó con la fiesta
Todo cambió en 2015, cuando el escándalo de Volkswagen (el ya célebre Dieselgate) sacudió los cimientos de la industria. Se descubrió que los motores diésel de la marca alemana habían sido manipulados para pasar los test de emisiones, y lo que hasta entonces había sido una opción de lujo eficiente, pasó a ser sinónimo de trampa, engaño y contaminación.
La reputación del diésel cayó en picado, especialmente entre las clases medias y altas, que no estaban dispuestas a verse asociadas con un combustible ahora sospechoso. Muchas ciudades comenzaron a hablar de restricciones, de etiquetas medioambientales y de futuras prohibiciones, y el cambio de percepción fue tan disparatado como lo había sido su ascenso.
El problema no se limitó a Volkswagen. Aunque fueron ellos quienes llevaron la culpa inicial, pronto se supo que otras marcas habían usado estrategias similares o que sus motores, simplemente, contaminaban más en la vida real de lo que los datos homologados indicaban. El castillo de naipes se desmoronó de tal forma que hasta Mercedes y BMW tuvieron que recular y dejar de ofrecer ciertos motores o sencillamente, reduciendo drásticamente su gama diésel en favor de los híbridos.

Lo más sangrante fue que, a pesar de todo, los motores en sí seguían siendo técnicamente buenos. Muchos de ellos ofrecían unas cifras de fiabilidad y durabilidad superiores a sus equivalentes de gasolina o híbridos, pero ya daba igual porque la política, el miedo al futuro y la presión social acabaron pesando más que el par motor o la autonomía.
La consecuencia fue un vuelco en las estrategias de marca. Muchas apostaron por electrificar a marchas forzadas, y otras mantuvieron discretamente alguna opción diésel en mercados concretos, pero ya sin hacer gala de ello. Lo que antes era una baza de ventas, ahora se ocultaba entre paréntesis.
El último bastión: cuando el diésel todavía tiene sentido
El diésel sigue existiendo en coches de lujo a día de hoy, pero ha quedado relegado a un rincón casi residual del catálogo. Mercedes aún vende algunas versiones 300d o 400d con bloques de seis cilindros y consumos ridículos para el tamaño del coche. BMW mantiene algún 730d para mercados como Alemania o Suiza. Audi hace lo propio con sus TDI en los A6 y A8, aunque con menos entusiasmo que antaño.
Donde sí sigue habiendo cierta lógica es en los SUV grandes, sobre todo cuando el cliente busca algo práctico. Ahí el motor diésel aún defiende su sitio frente a los híbridos enchufables, que muchas veces pesan más, tienen menos maletero y consumen lo mismo en viajes largos si no se recargan. El problema es que cada vez menos compradores lo ven con buenos ojos, y menos aún en el segmento premium, donde la imagen cuenta más que nunca.

Curiosamente, en el mercado de segunda mano, los motores diésel de gama alta siguen siendo codiciados por quienes saben lo que compran. Hay auténticos devotos de los 530d manuales, los E320 CDI con cinco cilindros o los A8 TDI V8. Saben que tienen fiabilidad, bajo consumo y piezas abundantes. Pero ya no son el escaparate de una marca.
Lo que empezó como una jugada valiente (o sea, poner gasóleo en coches de lujo) acabó como una retirada silenciosa. El cliente ha cambiado, las normativas también, y las marcas ya no tienen intención de arriesgar su imagen por un combustible que ahora suena a pasado. Pero para los que lo vivieron, aquellos años de los diésel premium fueron el ejemplo perfecto de cómo la ingeniería puede desafiar la lógica del mercado… hasta que el mercado decide vengarse.
Jose Manuel Miana
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