Ford se va de Europa, aunque no del todo, pero lo suficiente como para que huela a retirada con resignación. No es una estampida, tampoco una huida táctica, pero si uno conecta los puntos (cierres, despidos, inversiones selectivas, repliegue de producto) lo que queda no es la silueta de una multinacional afinando su puntería, sino la sombra de un imperio que ha dejado de creerse lo de jugar en todas las ligas. Porque mientras los de Detroit dicen que esto va de “competitividad a largo plazo” y de “reorientar recursos”, lo que se ve desde aquí es cómo se deshincha un globo que durante décadas fue parte del paisaje industrial europeo, y que ahora parece más interesado en mantener su posición en EEUU y China que en pelear por seguir siendo parte de la conversación en el viejo continente.
La historia empezó hace unos años, pero el último capítulo es el más crudo: 4.000 empleos menos en Europa de aquí a 2027, la mayoría en Alemania y Reino Unido, pero también en España, donde la planta de Almussafes, en Valencia, va a ver salir a 1.600 trabajadores más tras haber perdido ya a 1.100 en 2023. El argumento oficial es que hay que transformarse, centrarse en los segmentos que dan dinero, como los vehículos comerciales, y aligerar la estructura para poder meter el morro en el mundo eléctrico sin pegarse una leche en el intento. La electrificación es el mantra, pero no hay coche eléctrico que compense según qué decisiones, y menos aún cuando las ventas no acompañan.
Porque esa es otra: el mercado europeo no está respondiendo como se esperaba. La previsión optimista de que los eléctricos llegarían al 27% de las ventas para 2025 se ha reajustado a un 21%, y eso si no hay sorpresas desagradables con los precios de las baterías, las ayudas públicas o la geopolítica. Mientras tanto, los chinos entran fuerte, Tesla no afloja, y las marcas europeas tienen que elegir bien en qué guerras se meten. Ford, que nunca ha sido una premium de estatus, pero sí una marca muy querida por lo que ofrecía por su precio, se encuentra ahora en tierra de nadie, atrapada entre el recuerdo del Mondeo y la realidad del Kuga híbrido enchufable. Ni carne ni pescado, ni mainstream barato ni aspiracional con pedigrí. Eso, y que a veces parece que ni ellos saben quién quieren ser.
En medio de todo esto, Ford ha decidido meterle 2.000 millones de dólares a su planta de Colonia para convertirla en centro de producción de eléctricos (normal ahora que sus coches en Europa son Volkswagen camuflados). Una apuesta clara, sí, pero que también deja claro que van a poner todos los huevos en la misma cesta, porque invertir ahí mientras se recorta en Valencia, y se baja la persiana en modelos como el S-Max o el Galaxy viene a decirnos que tienen muy poca fé ya en las ventas a este lado del charco. Es lógico si te pones la gorra del contable, pero si te has criado viendo Fiesta, Escort y Sierra con matrícula española, el trago sabe más amargo que chupar pilas.

La lógica del contable
Desde el punto de vista empresarial, la jugada tiene sentido. El coche eléctrico todavía no da beneficios, el mercado europeo está saturado de competidores con músculo estatal y legislación favorable, y los márgenes de los utilitarios y los compactos ya no justifican mantener una plantilla de décadas y una red de proveedores distribuida por media Europa. Si a eso le sumas que Ford ha encontrado un filón en su división comercial con Ford Pro (líder en ventas en varios mercados desde hace años), lo razonable es concentrarse ahí y dejar de pelear por el alma del segmento C.
El Ford que queda es un Ford con mono de faena. El que hace Transits y Rangers, el que todavía vende bien en flotistas, en servicios públicos y en empresas que necesitan herramienta antes que postureo. El otro Ford, el de los coches familiares, los compactos con chispa y los deportivos accesibles, ese va camino del desguace sentimental. Se acabó la Fiesta, el Focus tiene los días contados, y de los ST y los RS mejor ni hablamos. Lo poco que queda (algún Puma electrificado y lo que salga de la factoría alemana) será testimonial, al menos hasta que las ventas de eléctricos justifiquen otra cosa.
Mientras tanto, se produce un efecto colateral importante: los centros de decisión de producto, diseño e ingeniería en Europa se van quedando sin peso, porque no es solo que cierren fábricas o reduzcan turnos; es que cada vez se diseña y se decide menos aquí. Eso significa que los Ford que nos lleguen estarán pensados para otros mercados, con otras prioridades, y que los gustos europeos (esa mezcla de practicidad, comportamiento dinámico y eficiencia) ya no tendrán quien los defienda dentro de la casa. Otra razón más para que el comprador se mire a la competencia con otros ojos.
Claro que Ford no está sola en esto. Otras marcas también han reducido operaciones en Europa, y muchas están apostando por alianzas, por el software y por la electrificación como tabla de salvación. Lo de Ford duele porque era de las que estaban aquí desde el principio, porque era parte del paisaje, y porque formaba parte de la conversación cuando se hablaba de qué coche te gustaba de chaval. Aunque sus últimos años no hayan sido brillantes, a todos nos mejora el día cuando vemos un Capri, un Sierra o un Escort bien llevado.

El caso de Valencia: motor que se para
La planta de Ford en Almussafes no es cualquier cosa. Desde los años 70, ha sido una de las grandes del automóvil en España, un pulmón industrial que ha generado miles de empleos directos y decenas de miles indirectos. No solo montaban coches: había un ecosistema entero alrededor, desde proveedores hasta transporte, pasando por servicios técnicos, formación profesional y hasta inmobiliaria. Cada empleo dentro de la fábrica, según algunos estudios, generaba entre cinco y diez puestos más en el entorno. No es exagerar decir que buena parte de la economía valenciana se apoyaba en Ford.
Por eso, cuando se anuncian 1.600 recortes adicionales, después de los 1.100 del año anterior, el golpe es mucho más que numérico. No estamos hablando solo de gente que pierde su empleo, sino de familias que ven desvanecerse un futuro que parecía más o menos estable. La transición al coche eléctrico (sí, esa que nos han vendido como el camino inevitable) implica menos piezas, menos horas de montaje, menos operarios, menos mantenimiento, menos de casi todo, y eso, en términos humanos, se traduce en precariedad, incertidumbre y enfado.
Ford dice que podría recontratar a 1.000 de los despedidos más adelante, cuando la nueva arquitectura eléctrica entre en producción en 2027, pero eso es como decirle a alguien que le echas hoy, pero que quizás lo llames en dos años si va bien la cosa. No suena a plan serio, suena a parche. Además, la competitividad de la planta está ahora en tela de juicio, porque otros países ofrecen más ayudas, energía más barata o entornos regulatorios más amigables, y mientras tanto, aquí seguimos negociando en mesas tripartitas y confiando en que Europa nos eche un cable.
Lo más triste es que, probablemente, no se pueda hacer mucho más. El problema no es solo Ford, es un modelo industrial que no ha sabido anticiparse, una transición energética que ha ido más rápido que la infraestructura, y una política económica que no siempre ha entendido cómo funciona la industria del automóvil. Mientras los titulares hablan de transformación verde y digitalización, los que antes montaban los Mondeo ahora están en casa, esperando que alguien les diga si van a volver a tener un sueldo fijo o no.

Más allá de la rentabilidad
La marcha parcial de Ford de Europa es un síntoma. No es una crisis puntual ni una decisión apresurada: es el reflejo de un cambio de paradigma. De una industria que ya no puede sostener las estructuras del pasado con los márgenes del presente. Pero también es una renuncia a lo que ha hecho del coche algo más que un producto: su valor simbólico, cultural, social. Cuando una marca como Ford reduce su presencia, lo que desaparece no es solo una línea de montaje; se va una parte del imaginario colectivo, de la historia compartida entre coches, familias y carreteras.
Quedarse solo con la lógica empresarial es tentador, porque da respuestas rápidas y evita el romanticismo. Pero si todo se reduce a datos fríos y eficiencia (a menudo ineficiente, porque muchos datos se descontextualizan), nos vamos a quedar con un mercado dominado por empresas sin alma, coches sin carácter y decisiones tomadas por algoritmos. Para los que todavía creemos que un coche puede ser algo más que un electrodoméstico con ruedas, es una derrota cultural. No de Ford, sino de todos.
La esperanza, si es que queda alguna, es que las marcas entiendan que no todo puede subcontratarse, automatizarse o optimizarse. Que Europa, con todos sus problemas, sigue siendo un mercado clave por exigencia, por diversidad, por tradición automovilística, y que quizá no todo el futuro pase por renunciar al pasado. Pero para eso hace falta algo más que comunicados bien redactados y promesas de transformación.
Hace falta compromiso, y hace falta recuperar la fé en nuestra capacidad como europeos.
Jose Manuel Miana
Ando loco con los coches desde que era pequeño, y desde entonces acumulo datos en la cabeza. ¿Sabías que el naufragio del Andrea Doria guarda dentro el único prototipo del Chrysler Norseman? Ese tipo de cosas me pasan por la cabeza. Aparte de eso, lo típico: Estudié mecánica y trabajé unos años en talleres especializados en deportivos prémium.COMENTARIOS