Para qué mentir: la electrónica gobierna cada aspecto de la conducción, desde la respuesta del acelerador hasta la dureza de la dirección, y cada vez resulta más complicado encontrar coches que transmitan algo más que cifras de potencia o tiempos de 0 a 100. La industria ha decidido que lo importante es la eficiencia y la facilidad de uso, lo que en la práctica significa eliminar todo aquello que pueda incomodar al conductor medio. Así, el tacto mecánico de un cambio manual bien afinado o el sonido crudo de un motor atmosférico quedan relegados a un puñado de modelos casi exóticos, mientras el resto ofrece una experiencia filtrada y predecible para Manolo, cuya definición de riesgo es comprar papel higiénico monocapa.
Los ingenieros ya no diseñan para el placer puro de conducir, sino para cumplir con reglamentos y optimizar recursos, y esto provoca que los coches actuales se parezcan demasiado entre sí, incluso cuando sus formas exteriores pretendan lo contrario. Por parecerse, se parecen hasta a tu lavadora. Este enfoque ha borrado, en buena parte, esa personalidad que permitía identificar un modelo por su sonido o por la forma en que respondía al volante. Las normativas de emisiones, el control de costes y la presión de los departamentos de marketing han convertido a la mayoría de los nuevos lanzamientos en productos seguros y correctos, pero carentes de la chispa que separa un simple medio de transporte de una máquina con alma.
Si uno piensa en coches con alma, piensa en imperfecciones bienvenidas: un ralentí inestable que anticipa un motor nervioso, una dirección que transmite vibraciones sinceras, una caja de cambios que requiere atención y técnica. Todos esos elementos están desapareciendo a favor de sistemas que suavizan, corrigen y asisten, con el resultado de una conducción eficiente pero desprovista de carácter. El progreso técnico, al igual que en otros campos, trae consigo una pérdida inevitable de aquello que hacía especial a la experiencia, porque la belleza también está en los defectos.
Quien busca hoy un coche con alma debe rebuscar en el mercado de segunda mano, en las ediciones limitadas de marcas valientes o en preparaciones independientes que no han sucumbido al filtro total de la electrónica, y esa búsqueda se está convirtiendo en una afición casi detectivesca, donde encontrar el ejemplar adecuado supone tanto un golpe de suerte como una inversión consciente en mantener viva una sensación que la industria parece decidida a enterrar.

La homogeneización de la oferta
La globalización ha traído consigo un curioso efecto secundario: la sensación de que, independientemente de la marca o del país de origen, todos los coches modernos comparten un mismo lenguaje de diseño y comportamiento coñazo. La electrificación, la digitalización de controles y la adopción masiva de plataformas modulares han reducido las diferencias reales entre modelos que, en teoría, pertenecen a segmentos muy distintos. La misma pantalla táctil domina salpicaderos de marcas rivales, las direcciones asistidas eléctricamente ofrecen una sensación uniforme y las suspensiones, ajustadas para un compromiso global, eliminan matices locales que antes definían a un fabricante.
Esta homogeneidad también responde a un consumidor promedio que ya no quiere sorpresas, sino que demanda confort, conectividad y seguridad, aunque eso implique renunciar a un comportamiento más desafiante o a una estética tan exclusiva como una pared encalada. El resultado es que las marcas que intentan salirse del molde corren el riesgo de quedarse en nichos pequeños y poco rentables, lo que refuerza el círculo vicioso de la uniformidad. Incluso en el segmento de deportivos, donde uno esperaría mayor personalidad, las cifras de aceleración y paso por curva se logran a base de ayudas electrónicas que diluyen la intervención humana.
El diseño exterior sufre la misma suerte: las exigencias de aerodinámica y seguridad peatonal limitan las proporciones y obligan a recurrir a soluciones similares, y al final el frontal de un SUV europeo es un calco del de uno asiático o americano. Esa convergencia visual refuerza la sensación de que el coche actual es un producto diseñado en comité, con decisiones dictadas por estudios de mercado y pruebas de usuario, y no por la inspiración de un ingeniero o diseñador que arriesga.
La modularidad, que es una bendición para reducir costes y acelerar desarrollos, también significa que varios modelos de una misma marca comparten chasis, motores e incluso software de gestión. Claro que esto acorta los plazos de fabricación, pero también recorta la identidad mecánica de cada modelo, que antes podía presumir de un desarrollo propio y adaptado a su concepto. De esta manera, las diferencias reales que percibe un conductor experimentado se van difuminando hasta casi desaparecer.
Si hace unas décadas bastaba con conducir un par de kilómetros para identificar un coche por su tacto y sonido, hoy ese ejercicio se vuelve complicado incluso para los más entusiastas. No significa que no haya buenos coches, pero su carácter se ha visto domesticado en favor de una experiencia globalmente aceptable, pero pobre en singularidad.

El papel de las normativas y la tecnología
No hay duda de que las normativas de emisiones y seguridad fueron en su momento un agente de mejora en la industria, pero también han contribuido a borrar las diferencias entre coches en los últimos años. Los motores atmosféricos de gran cilindrada han cedido su lugar a bloques más pequeños y turboalimentados, con una entrega de potencia predecible y suave que, aunque es eficiente, carece de la progresión y el sonido característico de antaño. La electrificación progresiva añade un peso extra y un comportamiento más lineal que reduce la sensación de comunicación directa entre conductor y máquina. Nos han convertido los coches en algo más estandarizado que el Tetrabrick.
La tecnología aplicada a la conducción, como los modos de conducción configurables o las suspensiones adaptativas, permite ajustar la experiencia al gusto del usuario, pero lo hace sobre una base cada vez más neutra. Es decir, un coche moderno puede sonar más o menos, endurecer o ablandar la dirección y la suspensión, pero todo ello se consigue a través de filtros electrónicos que sustituyen sensaciones mecánicas genuinas por interpretaciones digitales. El resultado es un simulacro convincente, pero que no engaña a quien ha conducido coches analógicos.
Los sistemas de asistencia avanzada, como el control de crucero adaptativo o el mantenimiento de carril, mejoran la seguridad, pero alejan al conductor de la toma de decisiones constante, lo que reduce su implicación emocional. Esa menor implicación, unida a la facilidad de conducción que ofrecen las transmisiones automáticas modernas, contribuye a que el acto de conducir sea más sencillo pero menos estimulante. Donde antes un pequeño error se convertía en una lección y un reto, ahora es corregido por software antes de que el conductor sea consciente.
En este contexto, los pocos modelos que resisten al avance de la digitalización total se convierten en objetos de deseo inmediato. Un deportivo ligero con caja manual y sin ayudas intrusivas, o un todoterreno con ejes rígidos y tacto puro, son cada vez más raros y valiosos, y hacen que babeemos con ellos cuando no hace tanto, eran pasables. Su existencia depende de que haya suficiente demanda para justificar su fabricación, y esa demanda, aunque apasionada, es numéricamente reducida frente al grueso del mercado.
La misma tecnología que nos permite crear coches más seguros y rápidos también amenaza con borrar el alma que hace que merezca la pena conducirlos. La cuestión es si en la próxima década seremos capaces de encontrar un equilibrio entre la regulación necesaria y la preservación de la pasión mecánica.

Dónde buscar esa alma perdida
A pesar de la tendencia general, todavía existen rincones donde el coche con alma no es una especie en extinción. Todavía quedan pequeños fabricantes, preparadores independientes y algunas divisiones deportivas de grandes marcas siguen apostando por modelos que ofrecen una experiencia sensorial completa. Estos coches no suelen ser los más vendidos ni los más racionales, pero mantienen vivo un lenguaje que conecta directamente con el conductor a través del tacto, el sonido y la respuesta.
El mercado de segunda mano es otro refugio evidente. En él se pueden encontrar desde compactos deportivos de los noventa hasta roadsters ligeros de principios de los dos mil, todos ellos con una combinación de peso contenido, dirección comunicativa y motores con carácter que rara vez se ve en producciones actuales. La clave está en saber qué buscar y estar dispuesto a asumir el mantenimiento y las peculiaridades que conlleva un coche de otra época.
También merece la pena prestar atención a mercados menos obvios, como el japonés o el estadounidense, donde ciertas normativas permiten la existencia de modelos que en Europa serían inviables por emisiones o seguridad. Importar un coche de estos mercados requiere paciencia y presupuesto, pero puede ser la única forma de acceder a un tipo de conducción que aquí está desapareciendo.
Por último, no hay que subestimar el papel de las modificaciones. Desde una simple mejora de suspensión y frenos hasta una conversión completa del motor, la personalización permite devolver parte del carácter perdido a un coche moderno. Aunque no sustituya la experiencia de un clásico puro, puede ser un compromiso interesante para quienes quieren sensaciones sin renunciar a las ventajas de un vehículo actual.
Jose Manuel Miana
Ando loco con los coches desde que era pequeño, y desde entonces acumulo datos en la cabeza. ¿Sabías que el naufragio del Andrea Doria guarda dentro el único prototipo del Chrysler Norseman? Ese tipo de cosas me pasan por la cabeza. Aparte de eso, lo típico: Estudié mecánica y trabajé unos años en talleres especializados en deportivos prémium.COMENTARIOS