El Land Rover Freelander 1.8i tres puertas, fue uno de los primeros todoterrenos que empezaron a ofrecer ciertas características que tienen hoy todos los SUV. Por entonces se les llamaba “todoterreno recreacionales” o “todoterrenos light”, y como cabe esperar, entre sus virtudes estaba un buen comportamiento en carretera, casi como un turismo convencional.
Los SUV, los Sport utility Vehicle, no son una moda actual, de hecho, dejaron de ser una moda cuando empezaron a copar gran parte de las ventas de los fabricantes. En realidad, los SUV empezaron a dar sus pasos mucho antes y hay modelos que podrían encajar perfectamente en la definición de “vehículo utilitario deportivo” sin mayores problemas, como el Land Rover Freelander.
El más pequeño de los Land Rover, aparecido a finales de los 90, era un coche que, por formas, recordaba a un todoterreno, pero lucía más deportivo y dinámico, incluso más juvenil, bastante alejado de la típica imagen de a compañía británica, siempre muy señorial y seria. El Freelander también era el primer modelo de Land Rover sin caja reductora, lo que hizo ponerse en pie de guerra a todos los fanáticos de la marca: “¿un Land Rover sin reductora? ¡Habrase visto!”.
Con el Freelander, Land Rover ofrecía su coche más orientado al asfalto hasta la fecha, aunque claro, sin olvidar en ningún momento el pasado de la marca
Sin embargo, por mucho que los más puristas se quejaran, como suele ocurrir a veces, el Land Rover Freelander tuvo una buena acogida en el mercado y se vendieron bastantes unidades, aunque los motores gasolina no tuvieron mucha aceptación, como es el caso del Freelander 1.8i. Por entonces, finales de los 90, recordad, el turbodiésel ya era líder de ventas y las tornas se habían cambiado, con la gasolina como opción minoritaria.
Pero la menor aceptación del Land Rover Freelander 1.8i no solo se debía al combustible, sino también a las prestaciones, o mejor dicho, a la relación prestaciones-consumo. Hablamos de un coche que, con sus 1.380 kilos, no podemos decir que sea excesivamente pesado, mientras que la caja de cambios manual de cinco relaciones no tenía unos desarrollos muy largos –la quinta era de 31,7 km/h a 1.000 revoluciones–, pero, por ejemplo, no era capaz de superar los 160 km/h, el 0 a 100 km/h lo completaba en 11,9 segundos y según datos oficiales, el consumo por carretera era de 8,6 litros y en urbano, nada menos que 13 litros.
Cifras que se obtenían con un motor de cuatro cilindros con culata multiválvulas y dos árboles de levas, con 1.796 centímetros cúbicos y capaz de desarrollar 120 CV a 5.550 revoluciones junto a 165 Nm a 2.750 revoluciones. Un propulsor que debería mover el coche con algo más de soltura, si no tuviera que “tirar” de un sistema de tracción total pensado para circular fuera del asfalto –y que genera pérdidas por rozamiento, no lo olvidemos–.
El comportamiento en carretera y el tacto no eran tan interesantes como el aspecto exterior del Freelander 1.8i tres puertas, pues el tarado de suspensiones era algo blando. Tampoco se podía decir que fuera un coche muy familiar –la carrocería de tres puertas, obviamente–, pues las plazas traseras estaban claramente limitadas por los dos asientos individuales que montaba. No era especialmente amplio atrás, pero contaba con una más que interesante luneta eléctrica, que descendía y se escondía en el portón.
Aunque lo firmaba una marca especialista en todoterreno y su aspecto era de todoterreno, en realidad, no lo era. La suspensión de configuración suave permitía ir rápido por caminos de tierra con cierto control, pero sus cotas no permitían aventurarse por ningún camino complicado y mucho menos por trialeras.
El Land Rover Freelander 1.8i tres puertas no era un coche barato en aquel entonces, la marca pedía 3.554.800 pesetas, 21.365 euros, 39.162 euros de 2024. A esa tarifa había que sumar el ABS, el airbag del pasajero y el aire acondicionado –235.000 pesetas, 80.000 pesetas y 182.000 pesetas respetivamente–.
Javi Martín
Si me preguntas de donde viene mi afición por el motor, no sabría responder. Siempre ha estado ahí, aunque soy el único de la familia al que le gusta este mundillo. Mi padre trabajó como delineante en una empresa metalúrgica con mucha producción de piezas de automóviles, pero nunca hubo una pasión como la que puedo tener yo. También he escrito un libro para la editorial Larousse sobre la historia del SEAT 600 titulado "El 600. Un sueño sobre cuatro ruedas".COMENTARIOS